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lunes, 25 de agosto de 2025

Atropellos

    Para los viajes y desplazamientos no demasiado largos soy de los que toma siempre la línea de San Fernando, que va un rato a pie y otro andando, porque es la más natural y respetuosa con la naturaleza, la menos ruidosa, contaminante y avasalladora, y sobre todo la más barata y más saludable para el cuerpo y para el alma.
 
    No estoy seguro de que san Fernando sea el patrón de los caminantes. Es más, lo dudo mucho. Sospecho que esa rima que acabo de formular es una de tantas fáciles, infantiles y repetidas rimas que nos vienen enseguida a la cabeza. Consulto a propósito  el diccionario de la docta Academia, que recoge la expresión “en el coche de san Fernando (o san Francisco)” como locución adverbial coloquial equivalente a “andando o caminando”.
 
    Bien pensado, parece que el patrón de los viandantes sería, más bien, san Francisco que no san Fernando, ya que los franciscanos eran amigos de dar largas caminatas, al modo de los antiguos filósofos peripatéticos, y el pueblo, acostumbrado a las idas y venidas de los frailes andariegos solía decir que iban "en el coche de san Francisco", por lo que la expresión se haría proverbial y sinónima de ir a pie, obligados como se veían los devotos, por su voto de pobreza, a hacer sus trayectos caminando.   
 

     Leyendo un artículo de don Julián Manuel de Sabando y Alcalde, muy instructivo por otra parte, publicado en el semanario La Ilustración Española y Americana el 15 de septiembre de 1895, titulado “Lo que cuestan los vicios”, donde pasa revista a los vicios de su época que tanto contribuían “a sostener el organismo social, y son la grasa que suaviza las asperezas y facilita el juego de las ruedas y complicado engranaje de la máquina gubernamental”, me encuentro con la expresión "el caballo de san Francisco", que no hay que interpretar al pie de la letra, sino irónicamente en todo caso, porque el santo de Asís no fue que se sepa caballero. 
 
    Enumeraba allí el literato y periodista los siguientes vicios españoles: el tabaco, cuyo consumo generalizado no prueba su excelencia; la lotería, que establecieron las Cortes de Cádiz “no... para repartir dinero sino para recogerlo”; el café y las fondasque sirven a la gula y sibarítico refinamiento de los ociosos ricos y de los glotones”; la emigración veraniegala modernísima exhibición de la vanidad, que se pretende cohonestar con el deseo de recobrar la salud y obtener algún descanso”; las corridas de toros, convertidas en la fiesta nacional; los enterramientos, en los que la vanidad de los vivos se exhibe hasta en el último paseo y morada de los muertos”; y, dejado para el final porque es el que ahora más me interesa, los tranvías, refinamiento de la molicie que se había implantado recientemente en las principales ciudades españolas. 
 
      El autor critica el vicio de que quienes recorrían antaño las distancias “a pie, sin cansancio y sin fatiga, ni imaginar siquiera que hubiesen de necesitar, sin haber llegado a la vejez ni perdido su vigor muscular valerse de ningún medio de locomoción público ni privado, se sirvieran ahora del tranvía para cualquier desplazamiento por mínimo que fuera, y no utilizaran, he aquí mi humilde hallazgo, “el antiguo caballo de San Francisco”, es decir sus propias extremidades inferiores. 
 
    Es una expresión irónica, dado que el santo de Asís había prohibido expresamente a los frailes de su orden cabalgar si no era en caso de extrema necesidad o de enfermedad. El caballo o la mula, como se oye a veces, del fraile no son más que sus piernas o el bastón en el que se apoya al caminar, y no un signo de ostentación de riqueza como en el caso del caballero, un hidalgo de reconocida nobleza, o, entre los antiguos romanos, el ciudadano de la clase intermedia entre los patricios y los plebeyos que servía en el ejército a caballo, frente a los soldados de infantería, que servían a pie. 
 
      ¿Qué diría hoy don Julián Manuel de Sabando si levantara la cabeza y viera que la mayoría de la gente en las ciudades toma no ya el transporte público, sea el metro, el autobús o el propio tranvía donde todavía circulan, sino el utilitario privado para ir a comprar el pan o el periódico a la vuelta de la esquina? 
 
    Me entero por otra parte por la prensa, como aquel presidente del gobierno de la nación de cuyo nombre no quiero acordarme, de que España es el país con la mayor tasa de atropellos mortales de Europa. Según el rotativo, la culpa es de los peatones, que cruzamos la calzada “incorrectamente”, por donde no debiéramos, porque no utilizamos los pasos habilitados para viandantes… El otro día recordábamos aquí mismo, precisamente, la celebración de El Día Internacional del Peatón, consignando el nombre propio de la primera víctima de accidente automovilístico, la irlandesa que murió atropellada.
 
     Nadie discute en pleno siglo XXI los derechos de los automovilistas, cuyos utilitarios pueden arrasar impunemente campos y ciudades, cada vez ocupan más espacios, invadiendo aceras y calzadas, autovías y autopistas con peaje y sin peaje, y son peores que el caballo de Atila: por allá por donde pasan y pisan no vuelve a crecer la hierba jamás de los jamases. Nadie discute sus derechos, pero cada vez se restringen más los derechos de los peatones, ampliándose los de los coches, da igual la etiqueta ecológica que tengan. 
 
    ¿Para qué sirven, preguntémonos, los autos? Sirven, igual que los tranvías de don Julián Manuel, para atropellarnos, arrollando –lo primero de todo- al peatón que llevan al volante, convirtiéndolo en su chófer, y lo segundo a eventuales copiloto y pasajeros, a los que privan del uso de sus piernas, y, last but not least, a todos los demás peatones y ciclistas que a su paso puedan llevarse por delante.
 

     Indignación, precisamente, es lo que me produjo el otro día el caso de un ciclista atropellado y muerto en Haro, la Rioja. El conductor que lo atropelló y mató reclamaba veinte mil euros para reparación de los daños materiales que sufrió su vehículo: y es que el culpable era la víctima, en este caso el ciclista, para que luego digan que las víctimas son siempre inocentes. 
 
    Vergüenza debería de darle a aquel automovilista, peatón atropellado él mismo y arrollador de ciclistas, reclamar ese dineral para reparar un vehículo que ha matado a un hombre, a fin, sin duda alguna, de que siga atropellando peatones y ciclistas impunemente, y matando a todo el que se interponga en su fúnebre camino, porque todo coche es en último extremo un coche funerario.