Sentí el deseo muy temprano de ser como ellos,
al ver un indio americano dibujado
en un cómic del lejano oeste por vez primera
montando a caballo. Entonces supe que quería
ser uno de ellos, un salvaje y un piel roja:
me reconocí en seguida viéndome en su espejo,
porque ellos eran mis hermanos, mis iguales
en pie de guerra contra el rostro pálido.
Era un comanche, o un apache. Mi pueblo no
podía aceptar las condiciones de la paz
que le proponía e imponía desde Guasintón
el gran padre blanco; y no es que no deseáramos
vivir en paz, que es lo que más queríamos,
sino que no concebíamos que pudiera haber
en este mundo nunca verdadera paz
sin libertad, que vale más que todo el oro
que hay en las minas que cobijan las entrañas
de la madre Tierra. El oro ciega y enfebrece
a los rostros pálidos. Los guerreros, sin embargo,
lo codiciamos sólo por lograr al trueque
armas de fuego y güisqui, para emborracharnos
a fin de así olvidarnos, ebrios, de la guerra,
la guerra que ¡maldita sea! no queremos,
siendo guerreros. Pero nos obligan ya
a caminar por su sendero, porque, bravos,
los apaches no queremos ser acorralados,
ni estabulados y confinados en reservas,
sino vivir sin sujeción, como coyotes,
como lo hicieron los antepasados nuestros,
cabalgando nómadas al galope con el viento
semidesnudos y salvajes, primitivos,
galopando a pelo sin estribos ni montura,
sobre una tierra que no tuvo nunca dueño;
así vivieron ellos y nosotros, libres,
antes de que llegara la civilización,
y que trazara el hombre blanco las fronteras
-malditas sean todas ellas- y escribiera
el libro siempre ensangrentado de la Historia.