En el tercer milenio de la era cristiana, Occidente entroniza una nueva religión bajo el amparo de la Ciencia: la Iglesia de la Climatología. Gracias a los boletines meteorológicos de las noticias televisivas y radiofónicas, así como a los titulares de la prensa escrita y a las aplicaciones predictoras de la meteorología de los móviles, algo tan inocuo como el tiempo que hace o que va a hacer, motivo baladí
de tantas conversaciones anodinas en los ascensores, se vuelve un fenómeno ideológico de índole religiosa
que es incontestable porque es un artículo dogmático de fe.
Las
instrucciones nos vienen de arriba y son transmitidas por las mismas tres o
cuatro agencias de prensa internacionales, que difunden una retórica
religiosa que poco a poco justifica el control general de la sociedad en
nombre de una amenaza superior, y que nos impele a todos a un sentido
moral y a una responsabilidad que nos exige algún que otro pequeño
sacrificio para salvar el planeta como evitar una ducha de agua
caliente, bajar el termostato de la calefacción en invierno, o no montarnos en un coche alimentado por gasoil o gasolina.
Inicialmente se denominó al fenómeno Calentamiento Global, pero cuando se fue viendo que las olas de calor extremo y torrencial no eran eternas y se sucedían tras ellas olas periódicas de frío glacial, se cambió el nombre a Cambio Climático, que explica tanto las sequías pertinaces como las inundaciones.
Al igual que la enfermedad del virus coronado, el fenómeno del Cambio Climático no es local, sino pandémico, y tiene un alcance mundial, global o planetario, que de las tres maneras puede decirse.
Cada cual debe controlarse a sí mismo, y podrá, por supuesto, controlar al vecino, como hacía la policía de los balcones durante la pandemia, porque si no actuamos todos a una nuestros esfuerzos serán poco menos que baldíos.
La salvación del grupo tiene prioridad sobre la salvación individual.
Esta nueva fe debe impregnar todos los aspectos de nuestra existencia, e invita a la contrición, a la culpa y a la misión apostólica evangelizadora que consiste en predicar que hay que descarbonizar el planeta a toda costa, y este evangelio o buena palabra de Dios debe difundirse por doquier.
El IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change, en la lengua del Imperio, y en la nuestra Grupo Intergubernamental -nótese la connivencia cada vez mayor entre los gobiernos del mundo- de Expertos sobre el Cambio Climático) es según nuestro Ministerio de la Transición Ecológica (y el Reto Demográfico -atención a la coletilla semántica-) "el principal órgano internacional encargado de evaluar el conocimiento sobre el cambio climático".
Este panel de expertos, que está en el centro de esta ola de terrorismo global, ha puesto en la picota al anhídrido carbónico, CO2 o dióxido de carbono, en particular. Este gas es el chivo expiatorio que hay que sacrificar. Si bien es solo uno de los múltiples gases de efecto invernadero y solo representa un porcentaje mínimo de este fenómeno físico, se ha demonizado como si sus emisiones fueran las ventosidades sulfurosas del mismo Satanás.
El
caso es que nos encontramos con una inversión de significado orgüeliana
bastante significativa, valga la redundancia, ya que el CO2, dióxido de carbono o anhídrido carbónico, como se
llamaba antaño, que era fuente de vida, se convierte ahora por arte de
magia negra en fuente de muerte, según el clero del IPCC.
Pero ¿a quién
debemos creer? Ni siquiera los propios científicos se ponen de acuerdo en la
proporción de CO2 que hay en la atmósfera. Unos dicen que hay entre
un 5 y un 8%, otros que hay un 0,04%, y que en los últimos veinte
años ha aumentado una centésima, pasando del 0,03 al 0,04. ¿Hemos
de reducir el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera o hemos de aumentarlo? ¿A
quiénes creemos, a los primeros o a los segundos? ¿Debemos creer a
alguien?
La gran ventaja de este enemigo es que, como el virus, es invisible y omnipresente en su ubicuidad, está en el aire, en el agua, en los árboles. Es un demonio pernicioso que podemos cuantificar como queramos, según criterios incontrolables, donde una simple regla de tres permite definir el número de viajes en avión que cada ciudadano podrá realizar todavía durante su vida.
El clero del IPCC no escatima esfuerzos para que el catastrofismo climático entre poco a poco en nuestra vida cotidiana.
Lo que antes se llamaba simplemente veranillo de san Miguel, a finales de septiembre, es hoy un fenómeno meteorológico excepcional de calor extremo que nos trae un tórrido octubre como no se ha conocido en la historia universal.
Estas palabras repetidas por los medios cambian nuestra percepción de la realidad. Lo que era antes un momento de felicidad y de gozo, porque hace buen tiempo, es ahora motivo de preocupación. Lo que antes era bueno ahora resulta que es malo.
Sin embargo, lo fascinante de este nuevo discurso apocalíptico y que induce a la culpa tanto personal como colectiva es que de ninguna manera pone en duda ni cuestiona el modelo capitalista que lo ha producido. Al contrario, incluso le sirve, ya que permite obtener beneficios comprando el derecho a contaminar o a calentar... e indirectamente, incluso empuja a la gente a ganar la mayor cantidad de dinero posible para poder beneficiarse en el futuro de ventajas. que la mayoría ya no tendrá.
Los informes meteorológicos destacan constantemente las catástrofes naturales, incendios forestales, inundaciones, temperaturas extremas... Hay que actuar en nombre de nuestros hijos, de las generaciones futuras venideras a las que vamos a dejarles este planeta...
La retórica apocalíptica climática sobre la que navegan ahora todos los medios de comunicación y todos los gobiernos responsables de la toma de decisiones en el mundo tiene, sin embargo, varias ventajas importantes: en primer lugar, es una amenaza que puede alargarse durante mucho tiempo, en segundo lugar, afecta a casi todos los aspectos de la vida de las personas, ciudadanos y consumidores y, finalmente, da sentido a muchas personas para las que la realidad ya no lo tenía, que de repente, se encuentran, como Greta Thunberg, con una misión que dé un significado a su vida que, de lo contrario, carecería de sentido.
De un tirón, lo sagrado vuelve a la realidad y el hecho de darse una ducha fría cobra sentido, el hecho de quedarse sin vacaciones cobra sentido, el hecho de no salir nunca de casa cobra sentido… el hecho de estar neurótico, incómodo, infeliz, tiene sentido. La Iglesia del Cambio Climático es una religión como otra cualquiera, con sus artículos dogmáticos de fe, sus feligreses y creyentes, y también con sus herejes.