lunes, 17 de octubre de 2022

Me parece a mí (VI)

26.- Un individuo encontró un día una lámpara caminando por el desierto. La frotó y salió un genio encerrado en ella: -Pídeme un deseo. -Le dijo éste, contento de haber sido liberado al fin de la maldición que pesaba sobre él. -¡Lo que quieras! -Añadió. -¡Ojalá que se borre de mi vida todo lo que me impide ser feliz! -Dijo el individuo. El genio caviló un momento frotándose la barbilla. Y, acto seguido, asintió e hizo con su varita mágica que el individuo desapareciera de la faz de la tierra para siempre.

27.- Suele llamarse “diálogo” a un intercambio de palabras, pareceres u opiniones personales necias entre personas que tienen los oídos impermeables. A palabras tontas (o idiotas, es decir, particulares), oídos sordos. Recuérdese lo que reza el refrán: que no hay peor sordo que el que no quiere oír. No oímos las palabras del otro porque sólo oímos las que salen de nuestra boca, nuestro propio eco, las que creemos que son nuestras. “Tú tienes tu opinión y yo la mía”, así suelen zanjarse, es decir, abortarse muchas discusiones. El diálogo se convierte, de esta guisa, en una suma de dos monólogos sordos. ¿Para qué vamos a discutir nuestros puntos de vista si cada uno es como es y cada cual tiene el suyo propio y todos son igualmente respetables? 

                                            Pero no es cierto: no somos nosotros los que tenemos una opinión personal o una ideología, es la ideología u opinión personal la que nos tiene a nosotros, la que se encarna en nosotros para desbancar a la razón y al sentido comunes. Lo mejor que podríamos hacer con las opiniones personales es desembarazarnos de ellas, pero el hecho de considerarlas respetables hace que nos mantengamos firmes en nuestras posiciones, enrocados en nuestras defensas previas, atrincherados en su respeto, lo que constituye una falta de respeto hacia el sentido y la razón comunes. El auténtico diálogo modifica a los interlocutores, que podrán ser los mismos pero no idénticos a sí mismos, porque los libera de la carga de ideas y opiniones personales preconcebidas que albergaban antes de empezar a hablar: han cambiado sus pareceres, han destruido sus certezas, han caído, ídolos de barro, sus ideas u opiniones personales: el diálogo nos hace un poco más libres.

28.- Deberíamos más que intentar ser nosotros mismos, que eso ya lo somos sin querer ni poner demasiado empeño en ello, tratar de ser libres, libres sobre todo de ser lo que somos, libres incluso de la obligación de ser nosotros mismos y de ser fieles a nosotros mismos. En este sentido, no deberíamos buscar ningún paraíso perdido o por encontrar, sino simplemente huir de este infierno, como el jinete de Kafka cuya meta es, simplemente, huir. No sabe a dónde irá, pero si sabe de dónde se va. 

29.- Diógenes con un candil a plena luz del día. -¿Qué andas buscando, Diógenes? ¿No vas a decirme como hace dos mil años que vas en pos del hombre, eh? A lo que el filósofo contestó: -No, ya no busco al ser humano en abstracto; ahora te voy buscando a ti mismo, a ti y sólo a ti. Pero como no te veo, llevo el candil en la mano.

30.- Aunque diga que quiero disolver el “ego”, estoy con el mismo acto de decirlo, ipso facto, fortaleciéndolo, porque estoy diciendo: “(yo) quiero”. Al decir que quiero desintegrar el átomo de mi personalidad, resulta que estoy paradójicamente potenciándolo, inflando el globo de la identidad: el “yo” es un callejón sin salida. No sé lo que haría sin mí. Sería, acaso, feliz. El Yo, aunque yo no quiera, es egoísta, egocéntrico y ególatra por esencia. A veces yo desaparezco y me vuelvo invisible como por arte de magia e inexistente: sólo en esos momentos es, por cierto, cuando me encuentro conmigo mismo. ¡Muera, pues, el Yo, a fin de que yo pueda vivir! ¡Muera el Ego, para que yo viva!


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