jueves, 24 de junio de 2021

De las intervenciones no-farmacológicas (y II)

    La pandemia ha sido la coartada perfecta para librar una guerra psicológica mundial sin precedentes de lo de Arriba, el binomio Estado-Capital, lo que podemos denominar las Élites según la retórica al uso de la nueva terminología, o sea los "elegidos", bien porque se hayan autoproclamado así ellos mismos o bien porque hayan sido designados por el trampantojo democrático, contra el pueblo, contra la gente de a pie que anda por aquí abajo, bajo la excusa de implantar un Nuevo Orden Mundial, o, más modestamente, una solución al problema que han creado para aplicar la solución.

    No se trata de una guerra con armas convencionales como las desplegadas a lo largo de la historia hasta la fecha, sino de una nueva y no menos perniciosa modalidad bélica de guerra psicológica establecida en el alma de las personas, que se ve desgarrada también en un Arriba que ordena y manda (el Super Yo) y un Abajo que se somete (el Ello). Desde un primer momento ha resonado en todos los idiomas la palabra “guerra”, una guerra que tenía la connotación de justa y lícita, más que ninguna otra habida o por haber, porque se trataba de salvar vidas para la causa.

    Nadie discutió que la causa de la nueva enfermedad nunca antes vista era un virus, ese latinajo que significa “veneno”. Todo el mundo se creyó el cuento del virus y lo declaró culpable, siguiendo la estela de Louis Pasteur. El enemigo era un demonio patógeno maléfico, un monstruo ubicuo, como Dios, que estaba en todas partes en general y en ninguna en particular. Era invisible. No podía verse a simple vista. Hacía falta un microscopio. Y no uno cualquiera. Uno electrónico. No valía cualquier lupa. Y además hacía falta una fe macroscópica para declarar que lo que se veía allí era el virus coronado de espinas. Era un dogma indiscutible. No cabía ninguna duda. La duda se quedó fuera, reducto negacionista. Pero el veneno podía estar dentro de nosotros mismos, ignorantes.

 

     Las palabras de todos aquellos que expresaban una duda sobre la versión oficial fueron censuradas y tachadas de irresponsables desde el principio. Sin embargo, nadie cuestionó la creación de la pandemia. Salieron a relucir la falta de camas de los hospitales, la privatización de la sanidad pública, el colapso de las UCIs, el origen del virus, si era natural o artificial, su modo de transmisión aéreo o por fómites, el contagio, la segunda ola después del verano...

    Poco se discutieron las medidas adoptadas por los gobiernos y apremiadas por lo urgente de la situación: las intervenciones no- farmacológicas. Las medidas se sentían como males necesarios o menores: el confinamiento, la distancia física o social, como preferían otros, los gestos de barrera, el uso obligatorio de mascarillas, las pruebas de detección del virus, el rastreo, el uso de aplicaciones digitales... Y resulta que son esas medidas las armas que han matado a la gente, muerta en vida, y no el presunto virus en esta guerra sin cuartel, sobre todo en el ámbito psicológico, pero lo psicológico es parte de lo biológico, no puede desgajarse de lo somático. El alma es una parte del cuerpo, que somatiza sus problemas. De alguna manera toda enfermedad es psicosomática y orgánica, en cuanto que la psique es un órgano corporal, o, mejor dicho, el alma es la conciencia que tenemos de nuestro propio cuerpo.

     Pero hay que plantearse, como en cualquier investigación policial de una muerte sospechosa que quiera descubrir al asesino, cuál es el móvil y quién se beneficia del crimen... Los principales beneficiarios y ganadores de esta pseudopandemia son los más poderosos financieramente, así como los gobiernos cuyos poderes discrecionales y de control se han incrementado considerablemente, reduciendo drásticamente el ejercicio de la libertad de las personas. Hay una frenética competición entre los laboratorios farmacéuticos más poderosos para ganar el premio gordo sobre una clientela de siete mil millones de consumidores.


    Esta guerra contra la gente es un crimen de lesa humanidad. No estábamos ante la vieja peste bubónica, como temían algunas almas cándidas y melindrosas. Las auténticas pestes, además de las NPI,s citadas, han sido las siguientes, que no hae falta citar, pero lo digo como lo siento y como creo que lo siente cualquiera con el corazón en la mano: la sobre-mediatización del espectáculo pandémico y sus supuestas consecuencias catastróficas que genera sentimientos paranoicos y comportamientos fóbicos; la somatización de los sentimientos de culpabilidad, que conducen a enfermedades cardiovasculares y suicidios;  el miedo a morir de los que son portadores del virus, porque han resultado positivos, como si estuvieran apestados o endemoniados, o están enfermos, y la estigmatización de quienes se niegan a cumplir unas órdenes que consideran injustas e irracionales; la propaganda agresiva de que dar un beso a la abuela iba a llevarla a su lecho de muerte. Es difícil imaginar mayor violencia que convertir un gesto de amor en una muerte fingida. 

    Algún Jefe de Estado ha habido que ha llegado a decir que había que mantener los "gestos de barrera para protegernos los unos de los otros", en lugar de decir "...los unos a los otros".  No se sabe si era un lapsus linguae, o la cruda realidad. "Sean solidarios, no se reúnan". Se han oído muchos discursos paradójicos del tipo: "Si amas a tus seres queridos, aléjate de ellos". Estas proclamas, multiplicadas hasta la saciedad, crean una disociación cognitiva que impide cualquier análisis racional y lógico de la situación.

    La auténtica peste ha sido que han creado el problema del caos para imponer la solución de restablecer el orden, provocado el incendio para, acto seguido, apagarlo y salvarnos de las llamas, creado la enfermedad para vendernos el remedio. 

 


    Hoy no sería impúdico denunciar en voz alta y clara un régimen que prepara el totalitarismo o una dictadura. Ha triunfado el divide y vencerás: Operación exitosa por el momento en los grupos de amigos y en las propias familias: los desgarros se han consolidado en el cuerpo social entre los pro- y los anti-mascarillas, entre los pro- y los anti-encierro, entre los pro- y los anti-vacunas ahora... 

    Así que sí, la segunda ola reclamada por los gobiernos y los comités de expertos científicos está aquí, pero no tiene nada que ver con un virus, excepto por su dudosa detección mediante una prueba de resultados más que dudosos. La segunda y tercera y cuarta y enésima olas y variantes están aquí creadas desde cero por las medidas patógenas que las autoridades sanitarias han impuesto a la población. La constante y desconcertante variedad de síntomas y enfermedades que observan los sanitarios revela que estamos ante un ser como Proteo, que cambia constantemente de forma escapando de cualquier definición.

    ¿Qué se puede hacer? ¿Cuáles son las soluciones? Yo no tengo ninguna solución, desde luego. Las soluciones las plantean los que proponen los problemas.  Pero se me ocurre que, por lo pronto, podríamos liberarnos de todas las restricciones que nos imponemos a nosotros mismos, organizar fiestas para festejar el fin del invierno y la llegada del verano, por ejemplo al modo de las hogueras de san Juan donde quemar las mascarillas, pero no sólo eso, también la distancia de seguridad que pretende sustituirlas. Habría que organizar hogueras donde quemar los miedos que nos han inculcado, para lo que no hace falta esperar a la noche mágica del solsticio de verano, sino que se puede hacer en cualquier momento, aquí y ahora mismo, por ejemplo... Y en poco tiempo ya nos sobrarán camas en los Hospitales y en las Unidades de Cuidados Intensivos. Y también Hospitales.

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