A. Kaplan formuló en 1964 lo que llamó la ley de la herramienta: Si le das a un niño un martillo, le parecerá que todo lo que encuentra necesita un golpe. Me identifico de alguna manera personalmente con esta afirmación, ya que creo que tengo algún recuerdo infantil en mi memoria de haber hecho precisamente algo parecido la primera vez que manejé el martillo que guardaba mi padre en la caja de herramientas.
A. Maslow lo reformuló en su libro "The Psychology of Science" (1966): A un hombre que sólo tiene un martillo, todo lo que encuentra empieza a parecérsele a un clavo” ("To a man who only has a hammer, everything he encounters begins to look like a nail").
La frase se le ha atribuido erróneamente a la pluma de Mark Twain, como tantas otras ocurrencias ingeniosas, para darle cierto empaque literario, y corre por la Red como tantas otras citas espurias atribuyéndole su prestigio al autor de Las aventuras de Tom Sawyer.
El martillo de Maslow condiciona tanto nuestro comportamiento y nuestra percepción de la realidad que hace que imaginemos todas las cosas que hay a nuestro alrededor como si fueran clavos, y el martillo como si fuera la herramienta dorada que sirve para todo.
Esta llamada ley del instrumento establece la tendencia natural que tenemos a depender en exceso de los medios de que disponemos. Pero también es preciso verlo al revés: Los instrumentos nos condicionan e instrumentalizan a nosotros, sus usuarios, o dicho con otro símil, el utilitario nos utiliza, porque las herramientas llevan inscritos en sí los fines a que están destinadas.
Un martillo nunca podrá, obviamente, ser la herramienta adecuada para cualquier propósito, pero si sólo tenemos eso a mano nos forzará a utilizarlo a toda costa provocando algún inconveniente o desastre, sin considerar otras opciones como la de no utilizar ese medio, que sería la mejor solución.
Como el martillo, pues, de Maslow que hace que todo nos parezca un clavo, una pistola en la mano convierte todo lo que tenemos a nuestro alrededor en la diana de un objetivo de tiro al blanco. El gatillo llama al dedo. Es como la hoja de la catana del samurái japonés: una vez desenvainada ella sola como solución de un altercado, guiando a la mano que la maneja, atravesará la carne hasta el derramamiento de la sangre.
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