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lunes, 17 de junio de 2024

Pareceres LI

246.- El horror de llegar. El viaje ha sido devorado por el turismo vacacional organizado y por esa curiosa actualización de la peregrinación de los clerici uagantes que es hoy el programa universitario Erasmus -que los estudiantes denominan jocosamente Orgasmus-, y es una auténtica fragua de homologación. En ese sentido, el turismo es la parodia moderna del viaje romántico. Si el sentido de aquel era el descubrimiento y el encuentro con lo diferente a fin de superar el miedo a lo desconocido,  en el mundo globalizado de hoy lo que uno encuentra en su destino turístico es lo mismo que tiene y que le espera a la vuelta de la esquina, lo que hace que el desplazamiento como tal carezca de ese sentido primigenio de descubrimiento de lo otro. Habría que desafiar antes la homologación cultural de la globalización que padecemos para que el desplazamiento tuviera algún sentido. En un mundo que se ha empequeñecido enormemente, el pensamiento, sin embargo, sigue invitándonos a ir lejos, a deambular por caminos poco trillados que pocos tienen el valor de recorrer. Sin metas, sin destinos. Citando a Machado: “¡Ay del noble peregrino / que se para a meditar / después del largo camino / en el horror de llegar!”. 
 
247.- Papel higiénico. Una vez decretado el Estado de Alarma, el papel higiénico fue lo primero que desapareció de las estanterías de los supermercados: la población tenía pánico a perder el control de sus esfínteres anales y uretrales, y a ensuciarse haciéndoselo encima, como suele decirse. El acaparamiento del papel higiénico es una regresión inconsciente a nuestra más temprana edad, la etapa anal, según diría el doctor de Viena don Segismundo Freud, que aseguró que los seres humanos equiparamos inconscientemente las heces con el oro o el dinero. En "Sobre las transformaciones del instinto como se ejemplifica en el erotismo anal", el padre del psicoanálisis escribió: Dado que sus heces son su primer regalo, el niño transfiere fácilmente su interés de esa sustancia al nuevo que él encuentra como el regalo más valioso en la vida. Pero la sociedad adulta le dice al niño que "eso" que él produce y que a él le interesa porque es producto suyo, es "caca", algo que no se come, que no se toca, que huele mal, algo que es una función fisiológica, natural, pero de la que uno debe avergonzarse: caca, nene. Eso no se hace. Y el niño renuncia a su don, aprende que hay que limpiarse el culo, y no sólo eso, sino que hay que controlar la producción de heces, que defecar no es un acto placentero que se pueda hacer en público, sino privado, y la mierda no es un tesoro que ofrecer, sino algo de lo que hay que avergonzarse. 
 
 
248.-Realidad y realeza del dinero. Hasta que a comienzos del siglo XXI, en 2002 se impuso el euro sustituyendo a la peseta, se oía en castellano la expresión de que algo no valía "ni dos reales" o que no valía "ni cuatro cuartos" para dar a entender que valía muy poco. 'Cuarto' era el nombre de una vieja moneda española, que se acuñó entre los siglos XIV y XV, que equivalía a cuatro maravedíes, siendo ocho cuartos y medio el valor del real, la otra vieja moneda. El nombre de la moneda "real", como el Real Decreto Ley, deriva de la palabra latina regalem, adjetivo formado sobre el sustantivo rex regis que era el nombre del rey. Por eso a una moneda, acuñada con la imagen del rey, se la llamó real. Resulta curioso cómo en castellano se confundieron enseguida regalem ('relativo al rey') y realem ('relativo a la cosa'), de res rei 'cosa', pero no era lo mismo una boda real, en el sentido de no ficticia o no imaginaria, que una boda del rey. Pero la polisemia del adjetivo, que se deshace en el sustantivo abstracto, en un caso 'realeza' y en otro 'realidad', nos sugiere que el dinero -representado en la moneda acuñada con el rostro regio del monarca- es lo que da realidad a las cosas, nombre e identidad, y precio, por lo tanto, idealizándolas.
Imágenes reales: del rey (delante) y de la realidad (detrás)  

249.- Teatrocracia e hipocresía. Los griegos llamaron al actor “hypokrités”; palabra que subsiste curiosamente en nuestra lengua como reproche que se le hace a alguien por su falsía bajo la forma “hipócrita”: el que actúa y no precisamente en un escenario, es decir, el mal actor, que desempeña  su papel en las tablas del poco noble teatro de la vida cotidiana. El divino Platón, por su parte, inventó la palabra “teatrocracia” que podría recobrar vida e importancia en este mundo nuestro contemporáneo que fue descrito como “sociedad del espectáculo” (Guy Débord). La teatrocracia correspondería a este estado de degeneración de la democracia, esa superstición tan difundida, ese abuso de la estadística. como dictaminó Borges, en el que gobernaría la mayoría, que nunca totalidad, del público. Es el gobierno de las masas, de la chusma, dicho con todo el poder despectivo de esta última palabra. No el gobierno del pueblo, porque el pueblo, la gente, no es una masa de individuos y cada individuo un voto, como pretenden los políticos que sea para que sea sólo eso y nada más que eso, sino algo vivo y palpitante, que está, a poco que se le deje hablar y se le preste oídos a lo que dice, diciendo siempre que no a todas las imposiciones que sobre él se fundamentan, y, en concreto, a la tragicomedia de la realidad. 
 
 
250- Reírse de Dios (y de todo dios). El obispo de Roma ha dicho en un encuentro celebrado en el Vaticano con más de un centenar de humoristas y comediantes de todo el planeta que le gusta rezar cada día y lo hace con la oración de Santo Tomás Moro: “Dame, Señor, sentido del humor”. Les dice a los cómicos que cuando hacen que alguien sonría, hacen también sonreír a Dios. Resulta sin embargo un poco difícil entender cómo puede alguien hacer sonreír a Dios, ese señor tan serio. Y reparte, como si fueran hostias consagradas, los siguientes tópicos sobre lo buena que es la risa del humor, que nunca es contra alguien, sino que siempre es inclusiva, proactiva, que despierta apertura mental, simpatía, empatía. ¿Podemos “reírnos también de Dios”? Por supuesto, afirma, y esto no es una blasfemia, podemos reírnos, mientras jugamos y bromeamos con las personas que amamos. Se puede hacer, pero sin ofender los sentimientos religiosos de nadie. ¿Cómo reírse de Dios sin ofender los sentimientos religiosos? Se pueden denunciar los abusos de poder... con una sonrisa. Podemos, pues, reírnos de Dios y de todo dios, incluido el vicario de Cristo, al que tanto le preocupa la inteligencia artificial que deforma sus imágenes.
 
 

jueves, 9 de enero de 2020

La moral del pedo

Erasmo escribió en latín: Suus cuique crepitus bene olet. A cada cual le huele bien su propio pedo. Traducía así un refrán popular griego transmitido por Apostolio que rezaba: Ἕχαστος αὑτοῦ τὸ βδέμα μήλου γλύκιον ἡγεἶται Cada cual considera que (el olor de) su pedo es más dulce que (la fragancia de) una manzana.



Comentando el adagio de Apostolio, escribía Erasmo que no había conocido a nadie al que le olieran bien sus propios pedos, y matizaba que lo que solía suceder es que las personas sentían mayor repugnancia y aversión por los excrementos y ventosidades de los demás que por las propias, lo que cuadraría más con este otro refrán menos escatológico: suum cuique pulchrum: a cada cual le parece bello lo suyo, que utiliza por ejemplo Cicerón en Conversaciones en Túsculo, V, 63, donde lo cita y comenta añadiendo: adhuc neminem cognoui poetam (et mihi fuit cum Aquinio amicitia) qui sibi non optimus uideretur; sic se res habet: te tua, me delectant mea: aún no he conocido a ningún poeta (y tuve amistad con Aquinio) que no se creyera el mejor; así son las cosas; a ti te agrada lo tuyo, a mí lo mío.


Cada cual tiene unas bacterias peculiares en el intestino encargadas de descomponer los alimentos al hacer la digestión, y parece lógico que cada cual tenga, por eso mismo, un hedor propio, distinto al de los demás, pero ese olor no tiene por qué ser siempre el mismo, y podría depender de los alimentos que se hayan ingerido. Es decir, que las flatulencias de uno mismo no tienen por qué apestar siempre de idéntica manera y ser siempre idénticas a sí mismas y diferentes de las de los demás. Lo que sucede es que el cerebro las interpreta enseguida como propias y no ve en ellas una señal de alarma como en las que considera ajenas. 
 
Se trata en suma del narcisismo y del chovinismo del amor de lo propio y del odio de lo ajeno, que alimenta también todos los nacionalismos y paroxismos patrióticos existentes y emergentes, lo que Ferlosio denominó magistralmente "la moral del pedo": no es que huela mejor o peor, es que el ajeno ofende y el propio no.