En esta segunda entrega vamos a hablar de una de las aplicaciones prácticas de las matemáticas a las ciencias sociales en general y a la economía en particular, que es la estadística.
Empecemos
por preguntarnos qué es la estadística. La mejor definición que se me ocurre es la
siguiente: La estadística es el arte de
engañar y manipular a la gente con números, utilizando políticamente la aritmética. Es
una definición muy amplia pero adecuada. La palabra, como revela su
etimología, procede de "estado" en un doble sentido: como situación en
la que se está (status quo) y como instrumento de reducción a
número de cosas y personas para su administración y gobierno (Estado
como organización política); los censos eran una práctica muy común en
la antigüedad: se computaba a la población para hacer recuento de los
individuos a fin de administrarlos y gobernarlos.
De
la mentira de las estadísticas ya nos advierte un célebre aforismo: there are three kinds of lies: lies, damned lies, and statistics: “hay tres tipos de mentiras: mentiras, cochinas mentiras y estadísticas”. El
gran Eduardo Galeano nos lo explica mejor y ejemplifica magistralmente en uno de sus Puntos de vista, diciéndolo muy clarito:
Desde el punto de vista de las
estadísticas, si una persona recibe mil dólares y otra persona no recibe nada,
cada una de esas dos personas aparece recibiendo quinientos dólares en el
cómputo del ingreso percápita.
Vivimos
en un mundo donde todo se reduce a cifras, no sólo las cosas, sino también las
personas, que, al aritmetizarnos, nos cosificamos e igualamos como si fuéramos gotas de agua. Y los números están por todas partes. Dejamos
que nos numeren, y numerar es una contradicción, es uniformar lo que es diverso
y multiforme.
Hay
un refrán medieval, que se remonta a lo que se me alcanza al teólogo
benedictino Rupert von Deutz, que vivió entre los siglos XI y XII, y escribió
entre otras obras De diuinis officiis,
que dice, glosado, “caballo y caballero
no son dos seres, sino uno solo”. O en versión mitológica,
“caballo y jinete no son dos, sino
un centauro”. Él lo decía así: homo sedens in equo non duo sunt, sed unus eques: Un hombre montado en un caballo no son dos, sino un solo hombre-a-caballo. Venía
a cuento de cómo Dios hecho hombre no eran dos personas distintas, sino
una sola, que se llamaba Cristo: no eran dos Dioses ni dos hombres ni
siquiera dos Cristos, sino un único Cristo.
Rupert von Deutz (Rupertus Tuitianus)
Viene
el benedictino a decir algo tan elemental como que no se pueden sumar
cosas
distintas. Lo paradójico es que todas las cosas son distintas, tienen
algún
distintivo, algo que las hace originales y únicas, y que impide que
puedan equipararse. Solamente
pueden sumarse dos cosas cuando las reducimos a su condición previa de
cosas:
caballo y caballero son dos animales o dos seres vivos, o, más en
general, dos casos de cosa. Si los sumamos y metemos en el mismo
saco, ya no son lo que eran, han perdido su especificidad al uniformarse
lo que era diverso y pasarlo por el mismo rasero.
No
se pueden sumar peras y manzanas, decía nuestro profesor de matemáticas del instituto, alias Pitagorín,
con más razón de la que él creía, a no ser que las convirtamos en piezas de
fruta, por ejemplo: dos peras y dos manzanas son, efectivamente, cuatro piezas, un kilo de fruta. Las
hemos sumado, las hemos unificado y reificado. Han perdido su
sabor: ya no son ni peras ni manzanas. Y ¿qué es lo que nos obliga a sumarlas? Ni más ni
menos que el dinero, que es la epifanía de todas las cosas, lo que las equipara, pone precio, da existencia en el
mercado y acaba por sustituirlas a todas convirtiéndolas en mercancías, esto es, en ideas o palabras, o sea en números.
Desde
que el dinero y la propiedad privada son los pilares fundamentales del orden
social que padecemos, las personas nos hemos convertido en números, y, por lo
tanto, también en cosas, como atestigua nuestro
Documento Nacional de Identidad, o los dígitos de nuestra cuenta
bancaria y correlativa tarjeta de débito y crédito: meras cifras. (Y cifra es
palabra de origen árabe, por cierto, que revela la esencia de los
números: ṣifr significa 'vacío, cero'). Y frente a eso no cabe más que un grito de rebeldía y sensatez: ¡No somos números!
Las
estadísticas sirven para engañarnos con sus cifras sobre las bondades del régimen vigente La estadística, por
ejemplo, habla
del aumento de la
esperanza de vida en nuestro primer mundo situándola por encima de los
70 años
de edad. Ahora vivimos más, nos dicen. Y añaden, "y mejor", confundiendo
la cantidad con la calidad, y la vida que vivimos con la edad que
tenemos. No es raro que un mamarracho
como es la presidente del Fondo Monetario Internacional hable de la
conveniencia
de alargar la vida laboral, retrasando por lo tanto la edad de la
jubilación de la clase trabajadora. Si viven más, que trabajen más, no
vaya
a ser que se jubilen muy pronto y no sepan qué hacer con su vida.
El
factor estadístico también se emplea en política para convencernos de
que estamos
saliendo de la crisis económica que es y genera el propio sistema, y del
aumento del empleo o del desempleo que sube y baja, se estira y se
encoge "como las tripas de Jorge". La
estadística les sirve finalmente a los partidos políticos para arrogarse
la
representación y la representatividad, que son cosas distintas, del
pueblo al recibir el respaldo de los votos de una minoría, en
el mejor de los casos, del 15% o el 20% de la población, minorías que se
pasan por mayorías, y mayorías que
se quieren hacer pasar por la totalidad. Pero la mayoría, por muy
mayoritaria
que estadísticamente pretenda ser, nunca será la totalidad, porque no
hay todo
que valga, porque no hay un conjunto cerrado y exacto del que no se
pueda entrar o salir
constantemente y ser más o menos.
Al matemático Jacobi, que dijo "aei ho theós arithmetizei" Dios siempre aritmetiza, -otros atribuyen la frase a Gauss, el príncipe de los matemáticos, para quien la matemática era la reina de las ciencias y la aritmética la reina de las matemáticas- le corrigió Dedekind afirmando: el hombre siempre aritmetiza. Las estadísticas, las haga Dios o el diablo, lo aritmetizan todo y a todos. Todo
se reduce a una cuestión numérica porque nos han convertido en dígitos que
tratan de definirnos, catalogarnos, uniformarnos, ubicarnos en la celda de una
casilla estanca, que es el lugar que quieren que nos corresponda: el nicho de nuestra
sepultura.