Pasa el verano y vuela la tarde azul /
en Puebla de Sanabria dejándonos /
su estela de oro en la laguna /
y una cadencia de luz perfecta.
Has vuelto al escenario de tu niñez, / la única y auténtica patria, que es /
la infancia que añoramos siempre /
desde que huimos del paraíso.
Buscas el río y por la ribera vas,
/ siguiendo el curso a contracorriente, a ver
/ bajo los álamos las linfas /
en las que, niño, te zambullías.
Y allí, en la misma sombra, seguía aquel /
remanso mismo de agua que te acogió /
benévolo en su seno fluido
/ cientos de veces como una madre.
El río, sin embargo, no es nunca igual
/
ni el mismo que era: no ha conservado más
/
que el nombre, habiendo ya pasado
/
su agua, metáfora de otro río.
Tampoco, amigo mío, tampoco tú
/ eres el mismo que se bañaba en él,
/
aquel chaval de nueve años
/
que iba a cazar a las eras grillos,
que al deslizar rocoso del tobogán
/
gastaba la culera del pantalón
/ corto, y trepaba a la atalaya
/
a horas de misa y de catequesis,
o iba el domingo al cine (cerrado está
/
a cal y canto al público ya el salón), /
a ver alguna inolvidable
/ vieja película de romanos.
Vuela el verano. Atrás se quedaron ya /
tu río y niño antiguos. ¡Al paso, adiós
/
te dicen los recuerdos, novias
/
y horas que no han de volver a verte!
Mas como si estuviera esperándote,
/
abierta estaba la biblioteca aún,
/ donde yacían, en silencio,
/
códices viejos de pergamino;
palabras olvidadas que alguna vez
/ tuvieron eco, versos arrítmicos /
como el reloj que se ha parado
/
mientras prosigue su marcha el tiempo.
Volviste a entrar en ella, con devoción
/
rayana en una fascinación total, /
a despojarla y saquearla
/ de su tesoro, el conocimiento,
igual que el bárbaro que aprendió en latín
/ a declinar la rosa y a conjugar
/
el verbo amar, mientras las rosas /
todas y amores se marchitaban.
(Para José Roberto Carballés Leal)
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