71.- No nos
representan. Uno de los gritos razonables y populares que se
coreó una y otra vez contra los gobernantes democráticos que nos
arrojaron en brazos de Marte durante el rodaje de la película La
Guerra del Golfo, segunda parte (1990-1991, Operation Desert
Storm, en la lengua del Imperio), fue “¡No a la Guerra!”.
Resulta conmovedor cómo hemos pasado de aquel No a la Guerra
de antaño, al Sí a la Guerra de hogaño, aunque no se diga explícitamente
así. Otros gritos que entonces se corearon y que deberían
volver a escucharse si no estuviéramos anestesiados y sordos como tapias, fueron “¡No
en nuestro nombre!” y “¡Que no, que no, que no nos
representan!”. Debería cambiarse el modo verbal de esta última
frase y sustituirse el Indicativo, que constata simplemente una
realidad de un modo objetivo y neutro, por el Subjuntivo que expresa
un deseo, y decir: “¡Que no, que no, que no nos representen!”:
que no, que no, que al pueblo no lo representa usurpando su nombre de
hecho nadie, ni Dios todopoderoso siquiera, ni falta que le hace tampoco, que por eso se dice que el pueblo es su propio soberano.
72.- En la salud y en la enfermedad. Jules Romains puso
en boca de su lúcido y peligroso doctor Knock la frase de que las
personas sanas son enfermos que se ignoran, es decir, que ignoran que
están enfermas y el mal que padecen, lo que nos lleva a
decir, como ya sugirió alguien que no recuerdo, que la medicina ha
progresado tanto en nuestro tiempo que todos somos ya pacientes, unas
veces en acto y otras en potencia aristotélica o asintomática, como durante la
crisis sanitaria que nos confinó y encerró a todos. Si damos la
vuelta al dicho, hallamos que los enfermos serían personas sanas que
se saben enfermas porque han recibido un diagnóstico médico que así
lo acredita, y son conscientes gracias a él de su enfermedad. El
médico, decidiendo qué es un síntoma y quién se encuentra
enfermo, se ha revestido así de un poder autoritario y omnímodo de
índole sacerdotal capaz de catalogar como paciente a una persona
sana cuyos parámetros se aparten de la estadística mayoritaria, y
de rehusar a otra persona el reconocimiento social de su dolor. La enfermedad no es otra cosa
sino la conciencia del cuerpo, o, dicho de otra manera, la conciencia
de que nuestro cuerpo es nuestro y no de otro, como el alma,
individual e intransferible.
73.- Empleados. Hemos sido
esclavos, después siervos, ahora somos empleados, públicos o
privados, según nos contrate el Estado o el Capital, tanto monta,
monta tanto el Estado como el Mercado, gracias a las florituras del
lenguaje políticamente cortés; empleados, que no sólo quiere decir
que tengamos un empleo, sino sobre todo que el empleo nos tiene a
nosotros, nos usa y abusa de nosotros que somos así utilizados. Los empleados hacemos hogaño
las mismas cosas que hacían antaño los esclavos, pero se nos ha
cambiado el nombre, brillante ejercicio retórico éste de
dignificación apelativa, menudo eufemismo.
74.- El enemigo. El enemigo
número uno es uno mismo porque uno hace siempre, aunque no quiera,
lo que está mandado. Uno obra según su propia voluntad, así y sólo
así obra según la voluntad de Dios, que eso es lo que quiere el
Señor. Dios quiere que hagas lo que a ti te dé la gana, porque así
y sólo así estás haciendo, sólo lo sabe Él, lo que Dios manda,
cumpliendo la divina voluntad.
75.- Opinión Pública y seguridad
ciudadana. La prensa -y con este término obsoleto me refiero a
todos los medios de (in)formación masivos tanto escritos como
audiovisuales, analógicos y digitales-, enarbola de cuando en cuando, creándolo y
zarandeándolo, el fetiche de la opinión pública, ese fantasma que
no existe hasta que lo crean y zarandean, porque el pueblo
no tiene opinión, la opinión es individual siempre, por lo que no puede
definirse como popular o como pública, que viene a ser lo mismo. Y la prensa dice que la opinión pública
exige, por ejemplo, más seguridad, más policía, más cámaras, más cárcel para los delincuentes y
en general más represión. Nos venden la idea peregrina, como todas
las que nos meten en la cabeza, de que la ciudad va a tener más
seguridad si se aumenta el número de agentes de policía, pero la
realidad, terca como una mula, demuestra una y otra vez que eso es
mentira. No porque haya más policías dejará de haber delincuencia.
Puede que algún ciudadano se sienta más seguro, pero no es más que
una apreciación subjetiva y psicológica: la calle sigue siendo la
jungla por mucha policía que haya y debido a ella misma, que también
colabora poniendo su granito de arena en el mantenimiento de la ley
y el orden de la selva. Poniendo más policía en la ciudad, los ciudadanos
tenemos un problema más porque las pistolas que llevan al cinto los
agentes, que las carga el diablo y se disparan solas, sólo con que
un dedo apriete el gatillo, no dan seguridad sino disgustos, pero así funciona el desorden establecido.
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