lunes, 20 de febrero de 2023

Pareceres (XV)

71.- No nos representan. Uno de los gritos razonables y populares que se coreó una y otra vez contra los gobernantes democráticos que nos arrojaron en brazos de Marte durante el rodaje de la película La Guerra del Golfo, segunda parte (1990-1991, Operation Desert Storm, en la lengua del Imperio), fue “¡No a la Guerra!”. Resulta conmovedor cómo hemos pasado de aquel No a la Guerra de antaño, al Sí a la Guerra de hogaño, aunque no se diga explícitamente así. Otros gritos que entonces se corearon y que deberían volver a escucharse si no estuviéramos anestesiados y sordos como tapias, fueron “¡No en nuestro nombre!” y “¡Que no, que no, que no nos representan!”. Debería cambiarse el modo verbal de esta última frase y sustituirse el Indicativo, que constata simplemente una realidad de un modo objetivo y neutro, por el Subjuntivo que expresa un deseo, y decir: “¡Que no, que no, que no nos representen!”: que no, que no, que al pueblo no lo representa usurpando su nombre de hecho nadie, ni Dios todopoderoso siquiera, ni falta que le hace tampoco, que por eso se dice que el pueblo es su propio soberano. 

 

72.- En la salud y en la enfermedad. Jules Romains puso en boca de su lúcido y peligroso doctor Knock la frase de que las personas sanas son enfermos que se ignoran, es decir, que ignoran que están enfermas y el mal que padecen, lo que nos lleva a decir, como ya sugirió alguien que no recuerdo, que la medicina ha progresado tanto en nuestro tiempo que todos somos ya pacientes, unas veces en acto y otras en potencia aristotélica o asintomática, como durante la crisis sanitaria que nos confinó y encerró a todos. Si damos la vuelta al dicho, hallamos que los enfermos serían personas sanas que se saben enfermas porque han recibido un diagnóstico médico que así lo acredita, y son conscientes gracias a él de su enfermedad. El médico, decidiendo qué es un síntoma y quién se encuentra enfermo, se ha revestido así de un poder autoritario y omnímodo de índole sacerdotal capaz de catalogar como paciente a una persona sana cuyos parámetros se aparten de la estadística mayoritaria, y de rehusar a otra persona el reconocimiento social de su dolor. La enfermedad no es otra cosa sino la conciencia del cuerpo, o, dicho de otra manera, la conciencia de que nuestro cuerpo es nuestro y no de otro, como el alma, individual e intransferible. 


 73.- Empleados. Hemos sido esclavos, después siervos, ahora somos empleados, públicos o privados, según nos contrate el Estado o el Capital, tanto monta, monta tanto el Estado como el Mercado, gracias a las florituras del lenguaje políticamente cortés; empleados, que no sólo quiere decir que tengamos un empleo, sino sobre todo que el empleo nos tiene a nosotros, nos usa y abusa de nosotros que somos así utilizados. Los empleados hacemos hogaño las mismas cosas que hacían antaño los esclavos, pero se nos ha cambiado el nombre, brillante ejercicio retórico éste de dignificación apelativa, menudo eufemismo. 


 74.- El enemigo. El enemigo número uno es uno mismo porque uno hace siempre, aunque no quiera, lo que está mandado. Uno obra según su propia voluntad, así y sólo así obra según la voluntad de Dios, que eso es lo que quiere el Señor. Dios quiere que hagas lo que a ti te dé la gana, porque así y sólo así estás haciendo, sólo lo sabe Él, lo que Dios manda, cumpliendo la divina voluntad.


 75.- Opinión Pública y seguridad ciudadana. La prensa -y con este término obsoleto me refiero a todos los medios de (in)formación masivos tanto escritos como audiovisuales, analógicos y digitales-, enarbola de cuando en cuando, creándolo y zarandeándolo, el fetiche de la opinión pública, ese fantasma que no existe hasta que lo crean y zarandean, porque el pueblo no tiene opinión, la opinión es individual siempre, por lo que no puede definirse como popular o como pública, que viene a ser lo mismo. Y la prensa dice que la opinión pública exige, por ejemplo, más seguridad, más policía, más cámaras, más cárcel para los delincuentes y en general más represión. Nos venden la idea peregrina, como todas las que nos meten en la cabeza, de que la ciudad va a tener más seguridad si se aumenta el número de agentes de policía, pero la realidad, terca como una mula, demuestra una y otra vez que eso es mentira. No porque haya más policías dejará de haber delincuencia. Puede que algún ciudadano se sienta más seguro, pero no es más que una apreciación subjetiva y psicológica: la calle sigue siendo la jungla por mucha policía que haya y debido a ella misma, que también colabora poniendo su granito de arena en el mantenimiento de la ley y el orden de la selva. Poniendo más policía en la ciudad, los ciudadanos tenemos un problema más porque las pistolas que llevan al cinto los agentes, que las carga el diablo y se disparan solas, sólo con que un dedo apriete el gatillo, no dan seguridad sino disgustos, pero así funciona el desorden establecido.

 

 

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