Nos hacemos a la mar de las nuevas tecnologías, (yo, que no soy el primero, tampoco voy a ser el último) y navegamos por las mares procelosas de la Red sin llegar a buen
puerto nunca, y, aun peor, acabamos hundiéndonos y yéndonos a
pique. Naufragamos en las redes sociales, caemos en sus redes como
incautos mileniales, y de ser el pececito que nadaba en la mar salada como pez, nunca mejor dicho, en el agua pasamos a
convertirnos en un pescado ya fresco en el mostrador de la
pescadería y listo para la futura fritanga del chiringuito playero,
o ya congelado en la cámara frigorífica, esperando su hora.
Naufragamos ante los cantos de las sirenas, como en aquel precioso
fandango por otra parte de Huelva. Niña, son verdes tus ojos / como las olas del
mar. / ¡Pobre del que mire en ellos / y que no sepa nadar! / Niña,
son verdes tus ojos. ¡Quién naufragara en esos ojos y no en la Red Informática Universal!
Creímos que interné era la panacea
universal, tontos de nosotros, que ponía el mundo entero a nuestra
disposición, cuando en realidad lo que hace es someternos a nosotros,
aislarnos de la gente, apartarnos de la realidad, enfrascarnos en la
nebulosa del
ciberespacio, hacernos nefelíbatas que caminan sobre la nube, sin
apercibirnos de la realidad que tenemos bajo nuestros pies porque, de
hecho, cuando estamos conectados, no pisamos tierra.
El móvil o teléfono inteligente nos
entontece aún más a nosotros, atontaos que estamos ya, y nos hace
confundir la realidad no ya con el deseo, como a Cernuda, sino con
sus pantallazos. Y que conste que al hablar de pantallas, hago este triple distingo:
-en primer lugar, la gran pantalla o pantalla gigante, que es la
cinematográfica, en la que los hermanos Lumière
proyectaron por primera vez en 1895 la primera película muda, pantalla que es la
que más respeto me merece por algunas de sus creaciones y carácter de
espectáculo público;
-en segundo lugar, la pequeña pantalla, que es la
televisiva y privada pero ya familiar de algún modo, la que se
denominó despectiva- pero acertadamente “caja tonta”, el
electrodoméstico por el que sólo se emitían tonterías e
idioteces, aunque más que caja tonta habría que decir “atontadora”,
en el sentido de acaparadora de nuestra atención, por su poder de
atraer como un imán nuestra mente y nuestra mirada y de
hipnotizarnos y abstraernos de la realidad con su pernicioso
magnetismo;
-y, last but not least, la micropantalla, la del móvil, exclusivamente individual y personal
e intransferible, hasta el punto de que es un delito hurgar en ella
si no eres su legítimo propietario, como en la intimidad de nuestros
trapos sucios sentimentales, la pantallita de nuestro smartphone,
teléfono inteligente en la lengua del Imperio, que por cierto podría mucho mejor llamarse dumbphone, o teléfono tonto, porque
atonta, porque entontece por su capacidad de atraer la atención
personalizada e individualizada, más aún que la televisión y
muchísimo más que la gran pantalla cinematográfica, por supuesto.
El móvil nos impide movernos. Él es
nuestra burbuja, el responsable de nuestro encapsulamiento, encapullamiento o
cocooning, en la lengua del Imperio, con el que nos encerramos
a hilar nuestra propia baba, el cordón umbilical que nos mantiene
unidos al claustro materno, al cascarón del huevo que nunca
romperemos ya, el objeto sagrado que hace que inclinemos sumisamente
la cabeza por la calle, distraigamos la atención, y que abajemos la
mirada y la vista, ajenos a lo que nos
rodea y a quienes nos rodean, para asomarnos por esa minúscula
pantalla a un mundo que no es de verdad; incapaces de caminar con la
frente alta, la agachamos reverentemente ante el santo sacramento del
altar para consultar nuestro misal y gargarizar lo que está mandado,
lo que Dios manda. El es la brújula que marca nuestro camino hacia ninguna parte.
Las autoridades educativas, amén de las susodichas sanitarias, fomentan desde las
altas instancias las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación (la sigla ominosa es TIC, que suena a onomatopeya
relojera de bomba que va a explotar y a tic nervioso), para que
confundamos el mundo con lo que
sale por la micropantalla, para que compartamos nuestra
geolocalización y no nos perdamos, publiquemos nuestro humor y estado de
ánimo,
nuestras opiniones personales, cada uno las suyas, nuestros gustos/likes
y nuestros
disgustos/dislikes, el relato de lo que hemos visto hoy, ya puede ser
extraordinario o lo más trivial del mundo, lo que hemos hecho, lo
que hemos comido, lo que hemos bebido, lo que hemos defecado.
Nos animan a que subamos lo que se nos
ocurra, todo vale con tal de que entremos y subamos algo: fotos de las vacaciones, de las salidas de fiesta,
de la sagrada familia, de los colegas, de los ligues y, como no vamos
a ser menos que Narciso, también de nosotros mismos, a Instagram, a Facebook,
a Google, a Snapchat... Quieren que tuiteemos para demostrar que
existimos, como los políticos, que no tienen cosa mejor que hacer, que produzcamos, que hablemos, aunque no digamos
absolutamente nada que no hubiera sido preferible callar.
Nos exhortan a que no dejemos de
emitir, a que estemos constantemente retransmitiendo en la línea de
fuego, dando y recibiendo. Dando y tomando.Todo para maximizar y
optimizar el relato de nuestra vida cotidiana. ¡Cuánto mejor sería
minimizarla y, si no pesimizarla, al menos invisibilizarla y no exhibirla sin ningún pudor por la red de redes! ¡Cuánto mejor seguir la senda de Epicuro, que aconsejaba, bendito sea, a sus discípulos lathe biōsas: vive oculto!
Todo queda íntegramente grabado como
valor de información y almacenado, y es nuestro algoritmo, nuestro
alguarismo. Todo queda, como dice el Comité Invisible, bajo el
imperio de los GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), que son los
terribles cuatro jinetes apocalípticos: la sangrienta victoria, el
hambre, la guerra y la muerte. No olvidemos al quinto y más mortal de
todos ellos: la información, como acertó a señalar Buñuel.
La gente que usa el transporte público,
por ejemplo el tren, cada vez menos por desgracia, se coloca individualmente, si puede, y lo
primero que hace una vez tomado asiento en el vagón, es sacar el
aparato. Cada uno va a lo suyo. Se trata de una multitud que conjura su soledad con el cacharro: cada uno con sus cadaunadas,
sus pantallazos y guasapeando o telegrameando o como se diga. Ya nadie se asoma a
mirar por la ventanilla, ni se pone a charlar con el vecino, al que
ignora por completo y ni siquiera saluda.
Llegará el día, si no ha llegado ya,
que Dios o el Diablo nos coja confesados, en que la policía, como
medida antiterrorista, establezca un fichero cibernético –esto es,
etimológicamente, “gubernativo”; esta palabra como ciberespacio
y cibercafé nos recuerda el timonel con el que se gobierna la nave
griega, metáfora del Estado- de “personas ocultas”: allí
estaremos los que no tenemos un perfil conocido en alguna red social
o una cuenta de abono a un teléfono móvil. Si no hay referencias
nuestras en Interné, si no existimos en la cloud computing,
como quisiéramos más de uno, es probable que seamos un candidato
para ese fichero policial de peligrosos terroristas yijadistas/negacionistas ordenado por el ministerio de interior del
gobierno que nos haya tocado no vamos a decir la suerte, porque no es
ninguna suerte, sino la desgracia de padecer.
¿Alguien puede imaginar lo mal que
tiene que sentirse alguien en su sano juicio, la desolación que ha
tenido que sufrir en su vida cotidiana, juventud y adolescencia, y el
profundo aburrimiento de larga tarde de domingo que ha tenido que
soportar para que lleguen a serle
deseables las redes sociales siquiera por un momento?
No hay comentarios:
Publicar un comentario