Un pueblecito blanco y azul de una minúscula isla
griega. Un
entrometido turista norteamericano o nipón o germánico –vaya usted a saber su
procedencia, en todo caso extranjero y de mentalidad anglosajona, japonesa o
alemana, uno de esos que sólo se
preocupa de trabajar y descansar e irse de vacaciones para recargar las pilas y
poder así volver a trabajar como nuevo-, se acerca a un paisano que sestea. Un griego. Podría
tratarse de un mexicano, o un andaluz o un italiano del sur, quizá un
siciliano. En todo caso, duerme apaciblemente en la playa, junto al
mar. El turista le despierta de su siesta, y entabla la siguiente conversación:
—Oiga, buen hombre, ¿a qué se
dedica usted, si puede saberse?
—A pescar. Soy pescador. –Responde el griego frotándose los ojos.
—¡Vaya, pues debe ser un trabajo muy duro y muy esclavo el suyo! Trabajará
usted muchas horas.
—Sí, muchas horas, -replica el paisano de Homero.
—¿Cuántas, si no es indiscreción la pregunta? –Interroga el curioso turista impertinente que
ni siquiera estando de vacaciones como está puede desconectar y olvidarse del trabajo
embrutecedor.
—Bueno, trabajo unas tres o
cuatro horitas al día.
—Pues no me parece a mí que sean muchas, sino todo lo contrario: muy pocas me
parece a mí que son. ¿Y qué hace el resto del tiempo, si no le parece mal que le siga
preguntando?
—Bueno, me levanto tarde. Voy a pescar un rato, ya le digo, juego con mis
hijos, duermo la siesta con mi mujer y luego, al atardecer, salgo a tomar unas
cervezas y a tocar el buzuqui con los amigos en la taberna.
El turista extranjero reacciona inmediatamente de forma airada y le
reprocha:—Pero hombre, ¿cómo es usted así?
—¿¡Qué quiere decir!?
—¿Por qué no trabaja usted... más… horas?
—¿Y por qué iba a trabajar más
horas?, ¿qué necesidad tengo yo de hacer una cosa así?, —responde preguntando el
griego.
—Para al cabo de unos años, por ejemplo, poder comprar un barco más grande que esa
barca que tiene y que da pena verla, la pobre.
—¿Y para qué quiero otra barca mejor que mi “Irene”?
—Para poder aumentar así sus capturas y, si lo hace, poder contratar a algún
empleado y llegar a abrir su propio negocio de pescadería en este pueblecito
griego.
—¿Y para qué?
—Pues, para poder
abrir luego una pescadería en la capital, en Atenas, por ejemplo.
—¿Y para qué?
—Para más adelante montar una industria de pescado en conserva, se me ocurre, y abrir
delegaciones en Estados Unidos y en Europa, por ejemplo.
—¿Y para qué?
—Para exportar pescado griego y que las acciones de su empresa coticen en bolsa
y pueda hacerse usted así inmensamente millonario.
—¿Y para qué todo eso? –Preguntó el griego un poco molesto ya por tanto
interrogatorio.
—Pues para poder jubilarse tranquilamente el día de mañana, levantarse tarde
sin tener que madrugar, jugar un rato con sus nietos, venir aquí a echar la
siesta a la vera del mar, si quiere, salir al atardecer a tomarse unas cañas de
cerveza y a tocar el buzuqui con los amigos en la taberna...
—¿Y no se da usted cuenta de que eso es lo que hago yo ya precisamente aquí y
ahora sin trabajar tantas horas y sin esperar al día de mañana para poder
disfrutar?
(Me contaron esta historia, cuya autoría desconozco, protagonizada por un pescador mexicano y un turista gringo, y la he transformado, más a mi
gusto,
en el diálogo de un turista occidental y un humilde pescador de un pueblecito griego).
Mi pescador, que recuerda un poco al
Zorba de Cachanchaquis, nos da una inmejorable lección de economía,
ahora que tanto se valora esta asignatura incrustada a machamartillo en
nuestro
sistema “educativo”, o quizá habría que decir que nos da una lección de contraeconomía.
"Al que algo quiere algo le cuesta" es un
dicho, muy conocido y, sin embargo, muy poco popular: muy conocido porque, nos lo han repetido sin cesar una y otra vez
nuestros mayores, padres y educadores, desde nuestra más tierna
infancia, y puede decirse, sin exageración, que la educación
consiste en aprender que todo en esta vida tiene un precio, que todo lo que vale cuesta dinero, que no se
nos da nada gratis et amore, sino que, además, hay que renunciar a
muchas cosas para poder disfrutar de ellas el día de mañana, y hacer muchos sacrificios del ahora en aras del futuro. Viene a ser una especie de
mantra sacrosanto que pretende darnos una lección de abnegación y de
renuncia de los bienes presentes en nombre de unos valores futuros; se nos dice que
todo lo que vale la pena cuesta, es decir, siempre exigirá un
esfuerzo de nuestra parte que a menudo se traduce en dolor y
sufrimiento. Nuestro sacrificio no es indoloro e incruento, sino todo lo contrario. Sin
embargo, sin embargo, no es un dicho popular porque no expresa el
sentir del pueblo, sino en todo caso del Estado que se le impone a la gente para que acepte la realidad.
En términos freudianos nuestra educación consiste en renunciar al principio del placer en nombre del principio de realidad, a costa de aceptar el displacer, es decir, el dolor y el sufrimiento, que esto conlleva, silenciado por los tambores lejanos de la tierra prometida.
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