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martes, 2 de abril de 2024

Por la desconexión total

    Internet es tan importante que si alguien o algo no está en la WWW o Wide World Web, lo que viene a ser el "entramado a lo largo del ancho mundo”, es, sencillamente, que no existe, no es nadie ni es nada, por lo que ha venido a ocupar el privilegiado lugar que tenía antes la televisión, que daba entidad a las personas, transformándolas en personajes, y a las cosas, convirtiéndolas en objetos de consumo, tal es el poder de la publicidad entre los medios de formación, distracción y entretenimiento de masas, con un carácter más individualista por supuesto que la pequeña pantalla, que, situada casi siempre en el salón o corazón del hogar, acaparaba con sus imágenes la atención de toda la familia en torno suyo como si fuese la llama del fuego de la chimenea.

 

    ¿Qué quiere decir internet? Hay dos interpretaciones no muy diferentes entre sí sobre el engendro de la palabra. Ambas coinciden en dividirla así: inter-net. La segunda parte está clara: net es la abreviación de network, o sea, red o trama en la lengua del Imperio. Sobre el prefijo latino inter- que entra en la composición del palabro hay dos interpretaciones: para unos es la abreviatura de international, y para otros la de interconnected. En cualquier caso se trata de una red internacional e interconectada, lo que viene a ser casi lo mismo.

    La palabra web que interviene en el acrónimo WWW remonta al protoindoeuropeo *webh- con el significado de tejer (to weave, en la lengua del Imperio), y hoy en día es el nombre de la telaraña y, por abreviación, de la propia RIU Red Informática Universal. En alemán tenemos weben “tejer”, pronunciado ['ve:bǝn].


    En inglés antiguo net es "malla, red que se usa para pescar, telaraña," también figurativamente, "lazo, trampa moral o mental," y esta palabra está emparentada con el alemán Netz “red, redecilla, rejilla”, ambas remontan del protogermánico *natjan que recubría la idea originalmente de “algo que está anudado o atado, entramado”, y esta a su vez remonta a la raíz protoindoeuropea *ned- que significaría "unir, atar, ligar”.

    Esta raíz que nos ocupa *ned- la tenemos en latín con vocalismo /o/ en NODVS, que significa “nudo, vínculo”, y en su diminutivo NODVLVS. De ahí vienen nuestras palabras nodo, nódulo, nudo, y sus derivados y compuestos.

    Con sufijo /T/ la raíz *ned- aparece en el prolífico verbo NECTO “ligar, atar, unir, entrelazar”. La palabra nexo viene, precisamente,  de NEXVM,  que es el participio de perfecto de ese verbo.

 

    De ANNEXVM, participio del verbo ANNECTO, tenemos en castellano el cultismo anexo y la palabra patrimonial anejo; también los verbos anexar y anejar, y en francés annexer, en italiano annettere, y en alemán annektieren. Del verbo CONNECTO con el prefijo instrumental CON- tenemos en castellano conexión y conectar, (inglés to connect, francés connecter, italiano connettere), por lo que la idea de "entramado en forma de red" ya está implícita etimológicamente en la palabra conexión, y en la desconexión o acción de  desconectar, más aconsejable para nuestra salud mental, aunque no nos adviertan de ello las autoridades sanitarias.

     Precisamente la desconexión es lo que se impone contra la idiocia imperante, y no una desconexión ocasional en período vacacional o de fin de semana, para recargar la batería a fin de poder seguir funcionando con toda impunidad como si no pasara nada, sino en plena semana laboral a ser posible siempre. Es más lo que se gana que lo que se pierde.

jueves, 1 de febrero de 2024

Vuelve la escritura pictográfica

     Vuelve la escritura pictográfica, la primera y más primitiva forma de expresión gráfica que se practicó en el neolítico sobre lajas, ahora sobre modernas pantallas electrónicas: Se vale de unos dibujos llamados pictogramas que reflejan un contenido independientemente de la expresión lingüística. Estos modernos pictogramas no podían llamarse así, con un tan culto grecolatinismo, por lo que se han denominado “emojis” en la lengua imperial,  o emoticonos, es decir, iconos emotivos, que no deja de ser otro grecolatinismo, esto es:  imágenes que tratan de reflejar emociones sin palabras.



    Hay quien ha visto ya el peligro que corre el lenguaje escrito y hablado de ser eliminado por los pictogramas, porque como dicen sus usuarios “las palabras no molan tanto como los emojis”. La escritura pictográfica conforma un lenguaje artificial y superficial, sin ninguna profundidad, completamente elemental, simpático e infantil,  y desprovisto de emociones complejas y sentimientos reales.

    Los sustitutos digitales de las palabras pretenden expresar todo tipo de ideas vacías de contenido, eliminando el pensamiento, la reflexión, la argumentación y exposición de razonamientos. Si empobrecemos el lenguaje, el pensamiento se vuelve dócil, manipulable y controlable, peligro que corren sus usuarios, los niños, los jóvenes y los adultos no tan jóvenes, que, en lugar de utilizar ese lenguaje, son utilizados por él.

    Los emojis son una forma vacía de comunicación y, por extensión, de entretenimiento, igualmente huero y destinado a la anulación del pensamiento. Los jóvenes los utilizan para intercambiar mensajes carentes de palabras entre ellos y establecer una comunicación artificial, en detrimento de la palabra viva y hablada, sustituida por una escritura elemental ni siquiera fonológica.
    Los que ostentan el poder no pueden dejar de alegrarse de contar con una ciudadanía infantilizada, carente de espíritu crítico, que no se cuestiona nada, con una conciencia anestesiada por las imágenes de las emociones, cada vez más presentes.

    Las imágenes siempre han tenido un poder adoctrinador sobre la población analfabeta. Era el caso de las imágenes religiosas en las iglesias medievales. Nuestras nuevas generaciones, analfabetas funcionales gracias al sistema educativo (manda güebos), utilizan estas imágenes que son un medio sutil de adoctrinamiento entontecedor. La desaparición de las imágenes sagradas de los templos ha acabado por sacralizar todas las imágenes, que se han convertido en santos de nuestra devoción. Parecen imágenes inocentes e ingenuas, algunas hasta simpáticas si  no fuera por su pretensión de serlo a toda costa. Parece que no pueden hacer daño a nadie,  pero su profusión es alarmante, y corremos el peligro de que sus consecuencias nos pasen desapercibidas si no reflexionamos sobre ellas.

    En una película reciente de animación destinada a un público infantil y juvenil aparece un alumno en clase que ha recibido en su móvil un mensaje de una chica y le comenta, entusiasmado, a su compañero de pupitre que no sabe qué contestarle. Este le dice: Pues mándale un emoji. Y el otro exclama: Sí, eso es, un emoji: algo guay. El emoji es algo guay, sencillo, simpático, sin las complicaciones que tiene redactar y escribir un texto por muy pequeño que sea con el que corremos el peligro de cometer alguna falta de ortografía. No, dejémonos de complicaciones innecesarias.

    En realidad los emoticonos no se usan como sustitutos, sino como acompañamiento de mensajes de texto, pero en algunos casos, como el comentado, pueden sustituirlos. Los teléfonos móviles disponen de un arsenal de ellos esperando que el usuario los utilice para utilizarlo a él como propagador del nuevo lenguaje y usuario de la nueva e innecesaria tecnología.

    Una red social tan extendida entre los preadolescentes y adolescentes como Tuíter (Twitter en la lengua del Imperio) sólo permitía mensajes de texto de ciento cuarenta caracteres además de imágenes –fotos, vídeos y encuestas-; ahora, llamada X, admite el doble: doscientos ochenta como máximo, pero incluye más de mil cien coloridos emoticonos que representan rostros sonrientes y personas, animales, fenómenos atmosféricos, comida y bebida, actividades deportivas y de ocio, medios de transporte, viajes y lugares, objetos diversos, símbolos y hasta banderas nacionales.

    Guasap (Whatsapp en la lengua del Imperio), sin embargo, cuenta con casi dos mil emojis en su catálogo.Y suma y sigue. Hay, además, teclados tan inteligentes que sugieren emojis relacionados con las palabras que estamos escribiendo en las conversaciones. Si deseamos la imagen de una mano, pero no tenemos claro cuál, solamente tenemos que escribir la palabra "mano" y, automáticamente, la lista muestra todos los emojis disponibles relacionados con ese concepto, sin necesidad de desplazarse por infinidad de pantallas. Y es que los smartphones son, pese a su nombre (smart significa inteligente en la lengua del Imperio), la cosa más tonta que hay; lo mismo que las llamadas smartcities, las ciudades más tontas que hay, porque no puede haberlas más tontas, donde a la suprema tontería se la considera inteligencia. Esperemos que la nuestra no sea una de ellas...  

    Hasta Gúguel (Google en la lengua del Imperio) ha llegado a habilitar también la búsqueda por emojis y su catálogo, con miles de simbolitos, no hace más que crecer cada año en aras de una mayor riqueza expresiva. Y seguramente seguirá creciendo porque nunca van a conseguir saciar las ansias comunicativas de la gente y porque, como suele decirse, el número de los tontos y las tontas crece cada día que amanece.

jueves, 1 de septiembre de 2022

Lo malo y lo peor de internet

    Internet nos entretiene y distrae, hace que nuestros ojos sólo vean lo superficial y no profundicen: vemos las imágenes antes que los textos y las palabras, los textos son breves -en caso contrario no hay quien los lea en la pantalla sin dejarse los ojos en el empeño-, buscamos los nombres propios antes que los comunes, nos despistamos con los vínculos que nos llevan a otra parte, como abejas libando de flor en flor, incapaces de (con)centrarse... 
 
    Navegamos y navegamos sin llegar a buen puerto nunca. No nos encauzamos hacia las ideas y los conceptos que deberíamos combatir y desechar, nos perdemos en las frases largas. Ese es el daño que está haciendo internet: mucha güiquipedia y poca cultura; mucha (demasiada) información, tanta que es imposible no ya procesarla y asimilarla, sino ni siquiera leerla. El lenguaje, cuando se reduce a información, deja de ser lenguaje que piensa por nosotros. La información mata la comunicación.
 
    La Red no sólo suministra la materia para el pensamiento, sino que también condiciona nuestro modo de pensar haciéndolo hiperactivo, acrítico, fragmentario, incapaz de enfrascarse en una sola cosa. 
 
El cíclope, Odilon Redon (h. 1898)
 
    Echamos una ojeada, sin profundizar, saltando de un sitio a otro, cliqueando aquí y acullá como, navegando sin rumbo fijo, como barco a la deriva que se va al garete, naufragando al fin en el mar superabundante de olas informativas no siempre actualizadas que no llegamos a procesar. 
 
    La sede de Google, en Mountain View, California es el santuario supremo de Internet, que se esfuerza en organizar la información mundial y hacerla universalmente accesible y útil, desarrollando “el motor de búsqueda perfecto”. Si no sales en Gúguel (San Gúguel, como dicen algunos santificándolo) es porque no estás en Internet y si no estás en Internet, es porque no existes.
 
 
 
    Algunos, para cerciorarse de su propia existencia, necesitan buscar su nombre propio y apellidos en la Red Informática Universal. Dios está en Internet, ergo Dios existe: yo estoy en internet, luego yo existo como Dios. 
 
    Es interés económico suyo llevarnos a los mortales a la distracción: distraernos de lo que realmente nos importa, de la realidad, que es mentira, con el simulacro de la realidad virtual, que es más falsa todavía. Ni siquiera en vacaciones, ese invento del gobierno para vaciarnos a fin de poder rellenarnos otra vez, somos capaces de desconectar nuestros móviles conectados a la Red y desconectar de nosotros mismos.
 
 
    Quieren distraernos de la realidad de que somos mortales pero no porque vayamos a morir, como creen algunos, sino porque ya estamos muertos. Internet nos ha hecho más superficiales de lo que éramos. ¡Viva la superficialidad, que es lo más profundo!

jueves, 27 de enero de 2022

Tambores de guerra

    La casta dominante cambia de narrativa oficial y nos ofrece ahora el relato de una guerra inminente en la Europa del este, entre la madre Rusia y Ucrania, para salir huyendo de la crisis sanitaria y mediática coronaviral. El viejo truco del rabo del perro de Alcibíades, quien para distraer a la opinión pública ateniense decidió, como se sabe, cortarle el rabo a su perro suministrando así otro tema de conversación relativo a su persona, pero que distrajera de otros más turbios negocios con él relacionados. Cuando la situación interna de los países miembros del engendro de la Unión Europea está bloqueada, una buena crisis externa permite colaborar en la tarea de reducción de la población y fomentar el patriotismo y el ardor guerrero del que viven los traficantes de armas y los creadores de noticias.

    No es nada nuevo.  ¿No recuerdan los mayores la enorme mentira inventada por la CIA y la Casa Blanca para justificar la invasión de Iraq y el derrocamiento del sátrapa mesopotámico de la existencia de armas de destrucción masiva que amenazaban al estado de Israel, bendito de Jehová, y a toda Europa, conflicto -se popularizó entonces este eufemismo de 'guerra'- que enriqueció a los traficantes de armas estadounidenses y a los medios de comunicación ávidos de crear cortinas de humo?

     Los mismos europeos que se tragaron el cuento chino del virus de Wuhan, todo un montaje que permitió a los laboratorios farmacéuticos enriquecerse con el dinero de las arcas públicas de los contribuyentes del viejo continente y casi del entero mundo, se tragarán ahora el cuento de que el Zar es el peor dictador que ha existido y que la guerra es algo bueno, siempre y cuando no nos salpique mucho a nosotros, nos mantenga entretenidos e informados y no nos impida irnos de vacaciones para desconectar de vez en cuando. 



      Tras casi veinticuatro meses de agotamiento coronaviral, ¿qué mejor que una buena guerra lejos de nuestras fronteras para cambiar de relato y "a otra cosa, mariposa" como si aquí no hubiese pasado nada? Ya hacía tiempo que estaba claro que la farsa del virus coronado estaba llegando a su fin. Ya han conseguido vacunar a todo el mundo (sólo quedan unos pocos irreductibles) y la perspectiva de una tercera dosis -recuérdese a Paracelso sola dosis facit uenenum (Todo es veneno y nada es veneno, sólo la dosis hace el veneno)- siembra la duda incluso entre los más fanáticos fervientes defensores de la inoculación masiva de sustancias experimentales. Pero las industrias farmacéuticas pueden darse con un canto en los dientes satisfechas con la promesa de una inoculación renovada anualmente con el objeto de debilitar el sistema inmunitario so pretexto de fortalecerlo y contribuir así también a la reducción de la población del planeta superpoblado.

     Así que la élite occidental tiene que cambiar de coartada para seguir ganando dinero engañando a la opinión pública. Hay quien creía que la nueva superchería sería la "emergencia climática" para pasar de una dictadura a otra, pero, aunque hemos entrado en el invierno, este no ha producido realmente las catástrofes que darían crédito a la puesta en escena de dicho trampantojo. Así que hacía falta recurrir a algo más tradicional, algo tan viejo como la guerra de Troya,  que no suele fallar históricamente: una buena escaramua guerrera contra el zar ruso para distraernos, para volver a unirnos después de la crisis sanitaria que tanto ha separado a amigos y familias, como si todavía tuviéramos algo que compartir con estos sinvergüenzas que viven del erario público inventando enemigos imaginarios entre los que han figurado los chivos expiatorios que nos hemos negado a inocularnos.


    La casta dirigente de Occidente ha caído en el mundo zuckerbergiano del Metaverso, es decir, de la ilusión de un universo paralelo al mundo físico, virtual por supuesto, fomentado por los medios de creación de masas amodorradas, en el que cualquier persona que lo desee puede vivir y evadirse de la dura realidad. Ya le han puesto nombre y todo: lo llaman “Metaverso”, porque está más allá del universo conocido. Suena a ciencia-ficción, pero ya está moviendo dinero, es real. Ya se sabe, hay que seguir siempre la pista a la pasta: Las gafas de realidad aumentada y mixta, esas orejeras digitales, están a punto de ofrecernos la misma experiencia que nuestros ojos y oídos, y darnos el cambiazo de las cosas por sus ideas. 

    Parece que la tecnología quiere liberarnos de este mundo permitiéndonos fabricar otro u otros a nuestro antojo. Claro que así también tragamos más y mejor esta “nueva normalidad” en la que nos han metido, huyendo al dichoso Metaverso ese para evadirnos, donde,  más allá del arco iris, en la nube que diríamos, el cielo es azul, y los sueños que nos atrevemos a soñar, que son los que nos mandan, se cumplen como en la empalagosa canción Somewhere over the rainbow. Lo que parece que está cada vez más claro es que si hace unos años internet servía para desconectar de la realidad y evadirnos un rato de ella,  ahora va a ser nuestra prosaica realidad la que nos pueda servir para desconectar de la cada vez más todopoderosa Red de redes. 

 

    Permanezcan atentos a sus pantallas. China y Rusia están preparadas para la guerra, mientras nosotros nos preparamos para el espectáculo de la guerra. ¿Despertará alguna vez la opinión pública europea, convenientemente vacunada y anestesiada por los medios de masas, y comprenderá hasta qué punto le han mentido sus dirigentes del signo político que fueran -lo mismo da que da lo mismo- y hasta qué punto ha sido engañada otra vez?

jueves, 22 de abril de 2021

El homo digitalis on line

El sujeto de hoy es un empresario de sí mismo que se explota a sí mismo. El sujeto explotador de sí mismo se instala en un campo de trabajo en que es al mismo tiempo víctima y verdugo”. (Byung-Chul Han, Psicopolítica, traducción de Alfredo Bergés, editorial Herder, pág. 93)

 El homo digitalis, siempre on line, incluso cuando duerme, si es que duerme pendiente como está las veinticuatro horas del día de la minúscula pantalla, depende tanto del hilo de la red que lo enreda que cada vez se relaciona menos con las personas que tiene alrededor, o, mejor dicho,  sólo se relaciona con quienes están a su lado  virtualmente, convirtiéndolos en sus contactos,  con los que no tiene, paradójicamente,  ningún contacto físico, sino sólo el táctil a través de la pantalla de su smartphone.
 
El homo digitalis es el sujeto digital, cualquiera que lea esto en una pantalla. El sujeto digital u homo numericus está sometido a la Red. La etimología de la palabra “sujeto” no engaña a nadie ni deja lugar a dudas: sub-iectus: sujetado, sojuzgado, sometido, subordinado, súbdito: sub quiere decir que está por debajo, y iectus, (modificación de iactus, igual que en ob-iectus, implica que está echado, lanzado, arrojado, como el dado (alea) de la aleatoria suerte que se tira al aire (alea iacta est). 
 
El sujeto digital es alguien que se propone a sí mismo como objeto digital de consumo: graba su voz, filma su imagen, que publica y publicita, privatizando sus ocurrencias individuales y personalizadas, por lo que puede decirse, con exacta terminología, que es un idiota en el sentido etimológico del término, alguien que se idiotiza. El prefijo ob indica enfrentamiento y, antes que eso, encuentro cara a cara. 
 
El sujeto digital es alguien que, como Narciso, se encuentra con su propia imagen, y se enamora de ella como un tonto embelesado que, como algunas estatuas de Buda, se dedica a lo que el bachiller Sánchez acertó a denominar onfaloscopia, es decir, a la contemplación de su propio ombligo, que exhibe impúdicamente además para el público.



    El sujeto digital es un heautontimorúmeno, víctima y verdugo de sí mismo simultáneamente, no sucesiva- ni alternativamente. Terencio acuñó esta expresión griega y tituló así una de sus comedias: significa "aquel que se atormenta e inflige castigo a sí mismo", la víctima que colabora con su verdugo, que no es otro más que él mismo. El homo digitalis puede, por lo tanto, exclamar como el personaje del poema de Baudelaire: ¡Yo soy la herida y la navaja! / ¡Soy el sopapo y la mejilla! / ¡Yo soy el cuerpo y soy la rueda, / y soy la víctima y verdugo!

    El sujeto de hoy es el homo digitalis, recluso y, a la vez, guardián de su propia cárcel que es él mismo. Su biografía se reduce a su TL (timeline, en la lengua del Imperio), la línea temporal donde expone en secuencia cronológica a su propia mirada ególatra, y a la contemplación de los demás, especialmente de sus seguidores (followers, en la misma lengua), todas las ocurrencias propias y ajenas de las personas a las que sigue, tejiéndose la tupida red de un entramado social, donde las relaciones están mediatizadas por una pantalla que virtualiza la realidad desvirtualizándola paradójicamente.


 El homo numericus siempre "atento a su pantalla"
 
 La Red hace que sus usuarios estemos interconectados, que estemos en línea “on line”, alineados. Línea es en su origen un curioso adjetivo que ha suplantado al sustantivo. Se decía en efecto, en tiempos de Maricastaña, cuando en el mundo se hablaba todavía la lengua franca latina, “linea chorda”: es decir “cuerda de lino”: un cordel de lino que usaban carpinteros y albañiles para hacer rectos sus trabajos, de donde pasó a significar “línea” en general. Chorda era el sustantivo latino, que evoluciona en castellano a “cuerda”, en su origen palabra griega (“chordé”), que significaba “tripa” e incluso “cuerda de un instrumento musical hecha con tripas”, y que se omitió y se sobreentendía cuando se decía simplemente “(chorda) linea”.

    El caso es que esta palabra, que en gallego se escribe liña, en portugués linha y en catalán llinya, pero se pronuncia igual en las tres lenguas, se dijo también liña en castellano viejo allá por 1220, de donde derivaron los términos actuales aliñar, que propiamente significaría “poner en línea”, y su contrario desaliñar, pero liña se perdió. Hoy nadie comprende esta vieja palabra.



    Hacia 1490 se restableció la palabra latina original como cultismo línea y así ha llegado hasta nuestros días. En francés, por su parte, se dijo ligne, de donde quizá le venga al inglés no sin el influjo latino culto, line, mientras que en italiano se conservaba el adjetivo latino sustantivado linea y en rumano se dice linie.

    Es curioso cómo del nombre de esta hierba, el lino, cuyo tallo se utiliza para confeccionar tejidos, y la linaza, su semilla, para extraer harina y aceite, se haya llegado al significado actual, y se diga, por ejemplo, que la linería son los tejidos de uso diario en el hogar: los manteles, las toallas la ropa de cama y demás. Esto nos lleva a la lingerie: linge en francés (evolución de ligne) era camisa, lo que uno se ponía para ir a la cama: una camisa o un camisón. Y de ahí a la lencería o conjunto de lienzos y de ahí a la ropa interior femenina. Y es que la etimología de lienzo nos retrotrae al latín linteum, que también está relacionado con el linum: en principio tejido que se hace de lino, luego de cáñamo o algodón también.




    El caso es que los hómines digitales del siglo XXI estamos alineados, puestos en línea, on line, en fila india, como los soldados en un desfile de un batallón, uno detrás de otro, todos interconectados. No caminamos ni podemos ir a nuestro ritmo, según nuestro paso, a donde queramos, sino que seguimos una línea trazada, la línea del tiempo (timeline), un camino, desoyendo la voz del poeta, a don Antonio Machado, que nos repetía que no había camino, que no había ninguna linea trazada de antemano, “sino estelas en la mar”.

 Hay quien dice que no es el uso de las redes sociales, sino el mal uso o abuso de ellas lo que fomenta la soledad y el egocentrismo narcisista, así como los falsos amigos, convertidos en followers que dan un “me gusta” (like en la lengua del Imperio) a nuestras ocurrencias,  pero en realidad todo uso lleva implícito en sí el abuso, y no sólo por hacer un uso excesivo, sino sobre todo porque no es el usuario, pese a su nombre, el que utiliza la Red, sino la Red la que utiliza al usuario.


El usuario se convierte de hecho en un empleado de la Red a tiempo parcial que se dedica a emitir y a recibir información a todas las horas, a producir y a reproducir, haciéndose eco de lo que otros proclaman. ¿Qué es esta información? Cualquier cosa que se publique en la Red. La superabundancia de información que circula por las redes nos desinforma paradójicamente, hace que no distingamos lo importante de lo superficial.

El homo digitalis, que ha dado el paso de sujeto a objeto digital, se conviertre así en emisor y receptor de información, en agente de la Red. En definitiva, el usuario es un dependiente, alguien que tiene dependencia, que está subordinado a la Red, que lo obliga a confesarse públicamente y a leer las confesiones públicas de los demás en menos de ciento sesenta caracteres, atrapados como están, por mensajes mínimos y raudos, algunos efímeros, en diversas pantallas estupefacientes en las que hay pocos vislumbres de razón común y muchas, demasiadas opiniones personales. 


    Estamos asistiendo a la vieja polémica de la neutralidad de los medios. Quieren convencernos de que la tecnología no es ni buena ni mala, sino neutral, independiente de esas categorías morales; lo que puede ser bueno o malo es el uso que nosotros hagamos de ella, por lo que nos ponen en guardia contra el mal uso de la tecnología responsabilizándonos a nosotros mismos, culpabilizándonos de lo que podamos hacer, cuando lo que estamos diciendo aquí y se nos oculta es que es la tecnología la que nos usa a nosotros, la que nos convierte en sus empleados, en sus usuarios: sin querer estamos trabajando gratis et amore para Facebook, Twitter, Snapchat… y un largo larguísimo etcétera. ¿A cambio de qué? A cambio del mísero jornal (money is time lo mismo que time is money) de convertir nuestra vida en biografía on line que discurre a través de la línea imaginaria del tiempo, lo que se llama en la lengua del Imperio, time line.  

martes, 16 de marzo de 2021

Tontos que somos y atontaos que estamos.

 

Nos hacemos a la mar de las nuevas tecnologías, (yo, que no soy el primero, tampoco voy a ser el último) y navegamos por las mares procelosas de la Red sin llegar a buen puerto nunca, y, aun peor, acabamos hundiéndonos y yéndonos a pique. Naufragamos en las redes sociales, caemos en sus redes como incautos mileniales, y de ser el pececito que nadaba en la mar salada como pez, nunca mejor dicho, en el agua pasamos a convertirnos en un pescado ya fresco en el mostrador de la pescadería y listo para la futura fritanga del chiringuito playero, o ya congelado en la cámara frigorífica, esperando su hora. Naufragamos ante los cantos de las sirenas, como en aquel precioso fandango por otra parte de Huelva.  Niña, son verdes tus ojos / como las olas del mar. / ¡Pobre del que mire en ellos / y que no sepa nadar! / Niña, son verdes tus ojos. ¡Quién naufragara en esos ojos y no en la Red Informática Universal!

Creímos que interné era la panacea universal, tontos de nosotros, que ponía el mundo entero a nuestra disposición, cuando en realidad lo que hace es someternos a nosotros, aislarnos de la gente, apartarnos de la realidad, enfrascarnos en la nebulosa del ciberespacio, hacernos nefelíbatas que caminan sobre la nube, sin apercibirnos de la realidad que tenemos bajo nuestros pies porque, de hecho, cuando estamos conectados, no pisamos tierra.  


Creímos que teníamos muchos “amigos”, “seguidores” y “contactos”, cuando en realidad éramos cada vez más autistas, y estábamos más solos que la una. So pretexto de interrelacionarnos con los demás nos atomizábamos individualmente, valga la redundancia etimológica grecolatina y pedante (in-dividuum es la versión latina del griego á-tomon),  condenándonos a un aislamiento cibernético, a una soledad monádica y monástica, agravada si cabe aún más por las autoridades sanitarias que, además de taparnos la boca, nos han forzado a la distancia física y social.

El móvil o teléfono inteligente nos entontece aún más a nosotros, atontaos que estamos ya, y nos hace confundir la realidad no ya con el deseo, como a Cernuda, sino con sus pantallazos. Y que conste que al hablar de pantallas, hago este triple distingo:  

-en primer lugar, la gran pantalla o pantalla gigante, que es la cinematográfica, en la que los hermanos Lumière proyectaron por primera vez en 1895 la primera película muda, pantalla que es la que más respeto me merece por algunas de sus creaciones y carácter de espectáculo público;

-en segundo lugar, la pequeña pantalla, que es la televisiva y privada pero ya familiar de algún modo, la que se denominó despectiva- pero acertadamente “caja tonta”, el  electrodoméstico por el que sólo se emitían tonterías e idioteces, aunque más que caja tonta habría que decir “atontadora”, en el sentido de acaparadora de nuestra atención, por su poder de atraer como un imán nuestra mente y nuestra mirada y de hipnotizarnos y abstraernos de la realidad con su pernicioso magnetismo;

-y, last but not least, la micropantalla, la del móvil, exclusivamente individual y personal e intransferible, hasta el punto de que es un delito hurgar en ella si no eres su legítimo propietario, como en la intimidad de nuestros trapos sucios sentimentales, la pantallita de nuestro smartphone, teléfono inteligente en la lengua del Imperio, que por cierto podría mucho mejor llamarse dumbphone, o teléfono tonto, porque atonta, porque entontece por su capacidad de atraer la atención personalizada e individualizada, más aún que la televisión y muchísimo más que la gran pantalla cinematográfica, por supuesto.

 
El móvil nos impide movernos. Él es nuestra burbuja, el responsable de nuestro encapsulamiento, encapullamiento o cocooning, en la lengua del Imperio, con el que nos encerramos a hilar nuestra propia baba, el cordón umbilical que nos mantiene unidos al claustro materno, al cascarón del huevo que nunca romperemos ya, el objeto sagrado que hace que inclinemos sumisamente la cabeza por la calle, distraigamos la atención, y que abajemos la mirada y la vista, ajenos a lo que nos rodea y a quienes nos rodean, para asomarnos por esa minúscula pantalla a un mundo que no es de verdad; incapaces de caminar con la frente alta, la agachamos reverentemente ante el santo sacramento del altar para consultar nuestro misal y gargarizar lo que está mandado, lo que Dios manda. El es la brújula que marca nuestro camino hacia ninguna parte.

Las autoridades educativas, amén de las susodichas sanitarias, fomentan desde las altas instancias las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (la sigla ominosa es TIC, que suena a onomatopeya relojera de bomba que va a explotar y a tic nervioso), para que confundamos el mundo con lo que sale por la micropantalla, para que compartamos nuestra geolocalización y no nos perdamos, publiquemos nuestro humor y estado de ánimo, nuestras opiniones personales, cada uno las suyas, nuestros gustos/likes y nuestros disgustos/dislikes, el relato de lo que hemos visto hoy, ya puede ser extraordinario o lo más trivial del mundo, lo que hemos hecho, lo que hemos comido, lo que hemos bebido, lo que hemos defecado.
 
Nos animan a que subamos lo que se nos ocurra, todo vale con tal de que entremos y subamos algo: fotos de las vacaciones, de las salidas de fiesta, de la sagrada familia, de los colegas, de los ligues y, como no vamos a ser menos que Narciso, también de nosotros mismos,  a Instagram, a Facebook, a Google, a Snapchat... Quieren que tuiteemos para demostrar que existimos, como los políticos, que no tienen cosa mejor que hacer,  que produzcamos, que hablemos, aunque no digamos absolutamente nada que no hubiera sido preferible callar. 

Nos exhortan a que no dejemos de emitir, a que estemos constantemente retransmitiendo en la línea de fuego, dando y recibiendo. Dando y tomando.Todo para maximizar y optimizar el relato de nuestra vida cotidiana. ¡Cuánto mejor sería minimizarla y, si no pesimizarla, al menos invisibilizarla  y no exhibirla sin ningún pudor por la red de redes! ¡Cuánto mejor seguir la senda de Epicuro, que aconsejaba, bendito sea, a sus discípulos lathe biōsas: vive oculto!


Todo queda íntegramente grabado como valor de información y almacenado, y es nuestro algoritmo, nuestro alguarismo. Todo queda, como dice el Comité Invisible, bajo el imperio de los GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), que son los terribles cuatro jinetes apocalípticos: la sangrienta victoria, el hambre, la guerra y la muerte. No olvidemos al quinto y más mortal de todos ellos: la información, como acertó a señalar Buñuel.

La gente que usa el transporte público, por ejemplo el tren, cada vez menos por desgracia, se coloca individualmente, si puede, y lo primero que hace una vez tomado asiento en el vagón, es sacar el aparato. Cada uno va a lo suyo. Se trata de una multitud que conjura su soledad con el cacharro: cada uno con sus cadaunadas, sus pantallazos y guasapeando o telegrameando o como se diga. Ya nadie se asoma a mirar por la ventanilla, ni se pone a charlar con el vecino, al que ignora por completo y ni siquiera saluda.


Llegará el día, si no ha llegado ya, que Dios o el Diablo nos coja confesados, en que la policía, como medida antiterrorista, establezca un fichero cibernético –esto es, etimológicamente, “gubernativo”; esta palabra como ciberespacio y cibercafé nos recuerda el timonel con el que se gobierna la nave griega, metáfora del Estado- de “personas ocultas”: allí estaremos los que no tenemos un perfil conocido en alguna red social o una cuenta de abono a un teléfono móvil. Si no hay referencias nuestras en Interné, si no existimos en la cloud computing, como quisiéramos más de uno, es probable que seamos un candidato para ese fichero policial de peligrosos terroristas yijadistas/negacionistas ordenado por el ministerio de interior del gobierno que nos haya tocado no vamos a decir la suerte, porque no es ninguna suerte, sino la desgracia de padecer.

¿Alguien puede imaginar lo mal que tiene que sentirse alguien en su sano juicio, la desolación que ha tenido que sufrir en su vida cotidiana, juventud y adolescencia,  y el profundo aburrimiento de larga tarde de domingo que ha tenido que soportar para que lleguen a serle deseables las redes sociales siquiera por un momento?