Contemplando
de pasada las pintadas que aparecen de la noche a la mañana en esta ciudad supermegapija, pijísima hasta la
saciedad, hiperbólicamente snob, funcionarial y presumida como ninguna otra, que se quiere
smart city y es de lo más tonto que hay, donde reina el postureo
plusmarquista y las radicalmente falsas apariencias que nunca corresponden
a la realidad, apenas encuentro palabras en las paredes que den
testimonio de la voz de los de abajo, la expresión anónima y desgarrada
de la gente y del
sentido común y popular. Pongamos que hablo, se me olvidaba decir, de
Santander.
¡Ah, Santander! Esa novia del mar, una
novia provinciana, no poco hipocritona, seca y arisca como ella sola,
ultraconservadora de lo que no merece la pena conservar, esencialmente
fea hasta decir basta, salvo el Sardinero y el repulido paseo marítimo que se asoma a
la hermosa bahía, reducto de un pijoterío al que le gusta aparentar mucho más de lo que es
y aun lo que no es, donde todo el mundo se conoce porque sólo somos cuatro gatos y sin
embargo nadie te dirige la palabra, y no porque cada uno vaya a su
bola, sino porque, siempre pendientes de lo que hace o tiene el
vecino, cada cual se hace el “santanderino” cuando coincide con algún
conocido y con quien no ha tenido en principio ningún
altercado y, fingiéndose distraído, no lo saluda, por más que salte a
la vista que los dos se han visto y se han mirado... de
reojo.
Por lo general sólo hay en las paredes de esta triste ciudad del norte firmas
adolescentes desesperadas, eyaculaciones onanistas de nombres propios personales. ¡Qué pena! Parece que
algunos jóvenes sólo pueden hacer un grafiti, rotulador o aerosol en mano,
estampando su rúbrica como expresión redundante en letras enormes, lo más
grandes posibles, y a todo color, de su personalidad bajo el logotipo de su
nombre propio, como si fueran una marca comercial.
Creo
recordar que fue un tal
Muelle el que empezó en Madrid esta horripilante y detestable moda, en
los años ochenta, rubricando las paredes y
vallas publicitarias hasta la náusea de la capital de las Españas con su
firma característica acompañada del dibujo de la espiral de un
muelle precisamente que finalizaba en una flecha. Encerraba, además, una
erre en un círculo, desde que inscribió su marca en el registro industrial.
Muelle se hizo un nombre: convirtiendo un nombre común, pseudónimo o alias, que se
sugería con el anagrama de un jeroglífico, en nombre propio, so pretexto
de que lo que hacía era "arte urbano".
El grafitero dejaba su artística firma en las paredes de la ciudad, una firma no ligada a ningún producto comercial: su producto era el realizador del autógrafo: él
mismo: Ego, Sociedad Anónima o, tal vez mejor, Yo, Sociedad Limitada. Pero ¿qué dice además de eso? ¿Dice algo? Nada que decir, sólo la expresión afásica del ego adolescente con colores y dibujos llamativos: aquí estoy yo, este es mi logotipo.
¿Qué significan esos trazos? ¿Qué gritan sordamente las paredes? ¡El nombre
del que lo escribió! Ni
siquiera el típico e infantil “Tonto el que lo lea”. Como dice un refrán escolar, cuando un colegial se dedica
a grabar su nombre propio compulsivamente en pizarras, paredes y pupitres, en aras de
afirmar su personalidad, “el nombre de los burros aparece por todas partes”.
¿Qué expresan los jóvenes que todavía no han entrado por el aro de la sociedad adulta como fierecillas domadas?
Nada: sólo: aquí estoy yo: esta es mi firma: una celebración ególatra del
individuo o átomo masificado. ¿Dónde están las pintadas anónimas, la voz del pueblo?
Parece que los grafiteros han sustituido, parafraseando a McLuhan, el mensaje no ya por el medio sino por el emisor (que
debería ser lo que menos importa). El emisor es el mensaje: aquí estoy yo.
Claro que la culpa no la tienen ellos, los jóvenes, los pobres. Divino tesoro, la juventud... Si es más importante que un
dibujo anónimo de Picasso, la firma de éste grabada en él, ¿por qué no
prescindir del dibujo y acuñar sólo la firma? ¡Qué pena! Los nombres propios no dicen nada, no significan nada: sólo sirven para decorar vagones de metro, paredes
grises, murales, paneles... igual que la publicidad.
Es verdad que le
dan una nota cromática a la monotonía gris ciudadana, pero nada más. No
dicen nada, no tienen nada que decir: sólo aquí estoy yo, yo y nadie más que yo, viva yo, solo yo:
expresión adolescente que denota un mutismo atroz, una afirmación a ultranza de la
personalidad, de la máscara, en una ciudad donde sólo cuentan las
apariencias. Expresan sólo la frustración del autor. Emiten el más simple de todos los mensajes, el más
elemental: el nombre propio como si fuera la flatulencia de una ventosidad.
Aquí no hay
contenidos políticos, nombres comunes que puedan ofender a nadie por sus palabras
inmorales, si no fuera porque la mayor inmoralidad de todas es la afirmación de
la propia personalidad.
Sin
embargo, han aparecido de la noche a la mañana algunas pintadas como estas que reproduzco por la libertad y contra el trabajo que merecen divulgarse a
través de la Red Informática Universal: Ni permiso para ser libres, ni perdón por serlo; No odias los lunes, odias el trabajo; Fin del trabajo, vida mágica. Aquí están, unos grafitis como los de
antes, como los de siempre, expresión de la voz anónima del pueblo, uox populi, uox neminis ('voz del pueblo, voz de nadie'),
no la voz afónica y muda del grafitero de turno que simplemente eyacula
su firma como el escolar aburrido en el pupitre del colegio.