Los amigos antimilitaristas del Grupo Tortuga publican en la red una cita de doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921) que llama enseguida mi atención porque me parece que está, como suelen estar casi todas las citas, descontextualizada y aislada: “Está en nuestra conciencia que el ejército nos cuesta los ojos de la cara, y en un trance crítico de ningún apuro nos sacaría”.
Se trata, en efecto, de una cita de Emilia Pardo Bazón, en concreto de las crónicas que escribió y publicó en su libro Al pie de la torre Eiffel, con motivo de su visita a la Exposición Universal de París que tuvo lugar en el año del Señor de 1889. Compruebo en seguida que, siendo auténtica, le falta el contexto. La cita es una respuesta a la siguiente pregunta que se hace un escritor militar: ¿de qué provienen esa indiferencia, ese despego hacia las clases militares que se echan de ver en nuestra patria? A lo que doña Emilia responde: Provienen-responderíamos al distinguido oficial- de que está en nuestra conciencia que el ejército nos cuesta los ojos de la cara, y en un trance crítico de ningún apuro nos sacaría.
La atribución de la cita es correcta, y también su literalidad, pero su intención crítica no es antimilitarista en general y contraria a la existencia de las fuerzas armadas, sino crítica frívola de la marcialidad del chapucero ejército español.
Emilia Pardo Bazán piensa que el ejército nacional es muy caro -cuesta mantenerlo, dice ella que cuesta “los ojos de la cara”- y muy ineficaz porque no iba a sacarnos de ningún aprieto en caso de apuro. Pero eso no significa, nada más lejos de la realidad, que la autora de Los pazos de Ulloa piense que el ejército es un gasto superfluo que la sociedad podría ahorrarse por innecesario sino todo lo contrario, nada más impensable en su caso y nada más lejos de la realidad.
Sólo hace falta leer, un poco más adelante, en la misma crónica, que es la carta VIII del libro, titulada: “Bayonetas, cañones.- La exposición por fuera”, el siguiente párrafo donde se declara belicista acérrima: No soy enemiga de la guerra. Al contrario, juzgo que es un factor importantísimo de la civilización; que sin las guerras médicas no hubiera llegado la cultura griega a su apogeo; que sin las púnicas no hubiera prevalecido el mundo latino sobre el africano-¡y apenas significa y representa este suceso en el desarrollo histórico!; -que sin las germánicas y coloniales romanas, el Cristianismo no se hubiera extendido tan rápidamente; que sin las de la Reconquista no existiría España, y sin la de la Independencia no tendríamos la escasa vida moderna que tenemos aquende el Pirineo.
Después de este somero repaso a las principales guerras de nuestra historia, que la novelista gallega aplaude, añade: Mas si aplaudo la guerra, desconfío de la paz armada hasta los dientes, que, a manera de inmóvil coloso de acero relleno de balas, pesa hoy sobre Europa.
Y a continuación pasa revista a nuestras tropas lamentando que durante los ocios de paz la profesión militar pierda su razón de ser y se convierta en el más prosaico de los oficios. Y comienza a enumerar sus frívolas observaciones: los oficiales acaban aborreciendo su oficio, no quieren vestir jamás el uniforme, se dejan crecer el pelo y la barba “con manifiesto descuido”, crían panza, se casan, se cargan de hijos y adoptan “el tipo del ciudadano pacífico por excelencia”.
Copio el siguiente párrafo de indudable calidad literaria: El pundonor quisquilloso, la galante caballerosidad, la resolución, la energía que la profesión militar lleva consigo, todo lo echa el oficial español en el desabrido pucherete de la familia modesta, y se convierte en algo semejante al hortera o canónigo que se come tranquilamente su paga desde el sombrío coro de alguna arrinconada catedral.
Acaba doña Emilia reprochando a nuestro militares que no se ganen el sueldo que cobran: Olvidado de la galanura y elegancia marcial, va sucio, derrotado, sin botones y con el galonaje color de desteñido cobre; y, por último, sólo se acuerda de que abrazó lo que nuestros abuelos llamaban "la nobilísima carrera de las armas" el día que tocan a cobrar; el día en que cae del cielo -mal ganado- el garbanzo maldito.
Nada más lejos que ver en doña Emilia Pardo Bazán una escritora antimiltarista. Si se mostró contraria al ejército no fue a la existencia de este en general, que aplaude y celebra, sino a la ineficacia y falta de profesionalidad del español, que tanto lamenta.
La mención del "garbanzo maldito" me trae a la memoria la figura del que fue su amante Benito Pérez Galdós, que he recordado antes, al que Pardo Bazón saludó una vez como "viejo chocho", y Valle-Inclán le puso el apodo de "El garbancero" por su afán realista de escribir sobre la gente corriente que se alimenta del cocido cotidiano de garbanzos. Se cuenta, por cierto, que, ya mayores y distanciados después de una relación amorosa bastante intensa durante la década de 1880, Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós se cruzaron en una escalera y se saludaron usando la misma y no la misma fórmula exactamente: ella, con ironía, le espetó: «¡Adiós, viejo chocho!», a lo que don Benito replicó, sin perder la calma, invirtiendo la colocación del adjetivo: «¡Adiós, chocho viejo!».
Escribe Galdós, tan amante de los juegos de palabras como era y como demostró en su respuesta a Emilia, en su novela Fortunata y Jacinta, hablando del personaje de Juanito Santa Cruz: "Juanito acabó por declararse a sí mismo
que más sabe el que vive
sin querer saber que el que
quiere saber sin vivir, o sea aprendiendo
en los libros y en las aulas".


