Los estudios que indican que las mascarillas son efectivas en la prevención de la enfermedad del virus coronado y entronado, en los que se basa la obligatoriedad de dicha prenda en ciertos ámbitos, sólo evalúan sus efectos puntuales ante un foco de contagio concreto, no los de su uso prolongado e innecesario, que podría ser contraproducente y provocar infecciones respiratorias como las que pretendía evitar. Dichos estudios destacan que su efectividad está ligada a otros factores, como la distancia de alejamiento del foco. Es decir que el uso de mascarillas por sí solo no es significativo a la hora de frenar la propagación de la enfermedad. Las mascarillas se han utilizado habitualmente en el ámbito médico cuando había que tratar a un enfermo sintomático, a un tuberculoso, por ejemplo. Tanto este como su cuidador las utilizaban cuando no podían guardar la distancia necesaria.
Lo que nunca se había visto hasta ahora es que personas sanas tuvieran que usarlas obligatoriamente en la falsa creencia de que así no serían contagiadas. Si a esto se suman los estudios que muestran que más del 80% de los infectados con SARS-CoV-2 usaban mascarilla siempre o casi siempre, se tiene una flagrante contradicción entre la obligatoriedad y las recomendaciones de uso de parte de la autoridad y lo que puede leerse en la literatura científica menos vendida.
Se han reportado, además del alto coste psicológico, daños fisiológicos cuando se utilizan durante el ejercicio físico, así como diferentes tipos de afecciones en la piel, lo que no ha impedido que en muchos colegios e institutos se haya exigido a niños y adolescentes el uso de la mascarilla durante la actividad física de la práctica gimnástica.
Ocho mil millones de máscaras, Gabriel Pérez-Juana (2022)
La adhesión, por parte de la población general, a las mascarillas se ha debido a la presión social de los líderes políticos, los científicos y las fuentes de información, y relacionada con la propaganda positiva a la que han contribuido las redes sociales. También ha sido reforzada por el miedo a la enfermedad y la falsa percepción de su gravedad sobremanera.
Las mediciones de aire en el interior de la mascarilla han mostrado niveles elevados de dióxido de carbono y otros contaminantes, y se han visto partículas sueltas del material de fabricación, dióxido de titanio y ftalatos. Las mascarillas de fabricación china son las más contaminadas y las que muestran un mayor riesgo carcinogénico para el ser humano.
No hay evidencia científica que sustente de forma significativa que el uso de mascarillas en la población general detenga la transmisión de la infección, por lo que las autoridades sanitarias no deberían recomendarlo ni exigirlo, y la decisión debería ser en cualquier caso personal. Quien diga, por lo tanto, que hay razones sanitarias que avalan su uso obligatorio, miente descaradamente. Ya puede decirlo el inexistente comité de expertos anónimos en el que se basa el gobierno de las Españas. No tienen razón sanitaria de ser ni en transportes públicos, ni en farmacias ni tampoco en hospitales, fuera del quirófano. Hay otras razones, sin duda, de control social y de imposición política de normas contra natura, como la de no dejarnos respirar.
Las mejores mascarillas dicen que son las FFP2, que solo permiten un flujo de aire hacia los pulmones del 8%, y, mejores todavía, las FFP3, que solo permiten que pase un flujo de aire inferior al 2%. Claro que lo más efectivo es taparse la nariz con llos dedos y cerrar la boca totalmente, por lo que te asfixias y te mueres, pero no pillas el bicho.
ResponderEliminarGracias, Marifé de Triana, por el comentario. Recuerdo que en algún momento alguien de los de Arriba -de ahí tenía que salir la cosa porque de abajo no podía salir semejante mentecatez- dijo que lo más seguro para no contraer el virus era dejar de respirar.
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