Si no existiera el miedo, habría que inventarlo para someter a la ciudadanía. Caviló en su fuero interno el Ministro del Interior del Gobierno del país. No lo proclamó a la prensa porque no podía declarar algo así con la boca grande a los medios de comunicación en la rueda de prensa. Pero estaba firmemente convencido de ello. No tenía por qué preocuparse de corroborar esa hipótesis. No necesitaba inventar el terrorismo porque ya existía realmente en el país desde tiempos muy remotos. Era el monstruo que había creado el propio Ministro del Interior para poder combatirlo y justificar su propia existencia, la existencia de su Ministerio, y en última instancia del Gobierno.
Resulta que el Presidente del país más poderoso del mundo declara ahora, para atizar el fuego, que existe -con el verbo grandilocuente que se emplea para Dios y todas las abstracciones ideológicas- una amenaza terrorista global, es decir, del mundo mundial, creíble -con este adjetivo apelan a la vieja fe decimonónica para resucitarla-, que ya no procede de un pequeño país árabe del que casi nadie ha oído hablar pero cuyo nombre inspira pavor, sino de todos y cada uno de sus súbditos, que somos nosotros, potenciales bombas contagiosas. Dicho Presidente, en el que algunos ingenuos creyeron ver alguna vez una esperanza de regeneración para la humanidad, se embarca con todo su equipo, por lo tanto, en luchar contra un fantasma que él ha creado, lo que en la lengua del imperio llaman: Global War on Terrorism o sea GWOT.
El Ministerio de Defensa del mismo país negociaba desde hacía mucho tiempo la venta de más de doscientos carros de combate a otro país que, lejos de ser una (pseudo-, como todas) -democracia, era una monarquía absoluta pero muy rica gracias a sus yacimientos petrolíferos y a las reservas recientemente descubiertas de minerales preciosos, una dictadura en la que la mujer vive fuertemente segregada y discriminada por razón de su sexo, y la homosexualidad está castigada como un delito de pena capital con muerte por ahorcamiento.
Esta situación, lejos de ser un impedimento para el establecimiento de tratos comerciales y lejos de provocar una intervención humanitaria o invasión armada del primer país sobre el segundo, es ignorada y pasada por alto. Sin duda porque el suculento contrato que están a punto de firmar es multimillonario: supera los tres mil millones, lo que constituye una suma astronómica, difícilmente imaginable.
El dinero, aunque no proporciona la felicidad y es causa de desgracias múltiples, caviló el primer ministro, es siempre bienvenido en las arcas y los bolsillos de los magnates de un país que pretende así solucionar de alguna manera la crisis económica que ellos mismos habían desencadenado y generado.
La Ministra de Sanidad, por su parte, escuchaba boquiabierta las cavilaciones en voz alta del Ministro del Interior de su gabinete. Se dijo a sí misma, frotándose las manos: "Si no existiera el enemigo letal, habría que inventarlo sin duda alguna para poder combatirlo y derrotarlo, y sojuzgar a la ciudadanía convenciéndola de que todo el mundo es potencialmente contagioso. Hay dos posibilidades teóricas, se dijo a sí misma: lanzar un virus respiratorio severo agudo que obligue a toda la población, una vez perdidos el sentido común, además del olfato y el gusto, al uso de mascarilla (y aun doble mascarilla) en espacios exteriores e interiores, eso, o un virus gastrointestinal que obligue a llevar pañales en el culo a toda la población so pena de en el momento menos pensado cagarse uno, si no los llevase, como suele decirse vulgarmente, por las patas abajo. El grupo de expertos debe estudiar ambas posibilidades y decantarse inmediatamente por el lanzamiento de uno de esos dos virus para avisar a la prensa y a todos los medios." Hay que declarar, en todo caso, el Estado de Alarma para que la excepción se convierta en la regla. No importa que alguien diga que es anticonstitucional. Lo primero es la salud. Esa y no otra es la constitución de las personas. Sólo hace falta convencer a la gente, reducida a 'población' y 'ciudadanía', de que su vida y la de sus seres queridos corre peligro para justificar lo injustificable.
Por su parte, el Vicepresidente, que había sido cesado o que había dimitido, nunca se sabrá muy bien qué había pasado en aquel gabinete, hacía unas declaraciones explosivas a sus íntimos que casi pasaban desapercibidas: "Yo ya no soy político, puedo decir la verdad." Mentía, evidentemente, porque político seguía siéndolo, como todo bicho humano: lo que ya no era era político profesional.