La muerte del adolescente Nahel, de 17 años el martes 27 de junio por la mañana tras recibir un disparo a bocajarro en el interior de un vehículo en Nanterre, en las afueras de París, durante un control policial, no fue un accidente ni un disparo fortuito. La policía le había dado la orden de detenerse. No se detuvo. Y una orden es una orden. No la cumplió. El policía apretó el gatillo: es la esencia misma del Estado.
En efecto, el Estado se encarga de la administración y suministro de muerte a todos y cada uno de sus súbditos, a los que tarde o temprano les llega la hora de la verdad, su hora, la hora de su muerte. En esta ocasión le tocó a un muchacho. Era solo un chaval, un menor de edad que conducía sin carnet y que se había saltado un control, lo que no le da derecho a la policía, dice la gente, a matar a una víctima inocente.
Curiosa expresión esta de “víctima inocente” que sugiere que, por contraposición, puede haber víctimas culpables, pero es mentira porque todas las víctimas son inocentes. Pero no volvamos la vista a otro lado: tú también, yo también, nosotros también, todos, incluido el verdugo que apretó el gatillo, somos víctimas inocentes de este estado intolerable de cosas contra el que es preciso rebelarse aquí y ahora, sin ir más lejos, por ejemplo. Aquí también han asesinado a un adolescente, más aún, a un niño: esa es la auténtica tragedia: mírate al espejo, sí tú mismo: tú eres tu propia víctima inocente y tu propio verdugo. Aquí y ahora.
En Francia, nos cuentan los medios, se han extendido las protestas hasta el punto de que cunde el pánico, un miedo que es enseguida viralizado e instrumentalizado, por por el poder, que toma medidas excepcionales: Se comparten los vídeos, las imágenes y los titulares alarmistas. Los medios, incluidas las redes sociales en la denominación, retransmiten fotografías impactantes de fuego por doquier: arde un supermercado, coches, hay heridos, detenidos, saqueos de tiendas, titulares alarmistas y alarmantes. La gente comparte las imágenes y los vídeos que reciben y se convencen de ello: esto es la realidad, toda la realidad y nada más que la realidad. ¡Arde París! ¡Francia entera está en llamas! ¡Es la Guerra Civil!
Vehículos blindados patrullan por las calles, se despliegan cuarenta mil agentes, se decreta el estado de emergencia, suspensión del transporte público a partir de las 21.00 horas, cancelación de todos los actos programados, toque de queda, cientos de detenciones e incluso se baraja la posibilidad de un bloqueo de las redes sociales.
Muchos sospechan que los disturbios están incitados precisamente por quienes quieren imponer el estado de emergencia. Todo tiene el aspecto de un golpe de Estado, como cuando el presidente de la república pronunció aquel “Estamos en guerra” contra un virus que no era tan fiero como lo pintaban, pero que sirvió para lo que sirvió.
La instrumentalización por parte del Gobierno del miedo al pánico, ya sea orquestado o no, funciona a las mil maravillas, tan bien que si el caos dura un poco más, podían decretar un Super Estado de Emergencia con el apoyo de casi todas las fuerzas políticas parlamentarias.
Ya hay quienes han pedido mano dura, un régimen excepcional que amplía los poderes del Ministro del Interior, y del Presidente de la Macronía para asumir todos los poderes a fin de instalar en Francia una dictadura chinesca, con una población servil completamente controlada por las fuerzas del orden, al servicio de un puñado de tecnócratas apesebrados por el Foro Económico Mundial.
Los enfrentamientos contra
la policía son acciones equivocadas que lo único que logran es echar más leña al fuego. La protesta de la gente no debería centrarse en
asaltar las comisarías, ni en lanzar cócteles incendiarios contra ellas
ni de atacar a los esbirros de las fuerzas represivas del Estado, sino, sobre todo y única- y exclusivamente de matar al policía
interiorizado que todos llevamos dentro. Ni más ni menos. Porque ese, el
policía interior, no el gendarme que controla a los demás, sino el que
nos controla a nosotros mismos y controla a los demás, es el más
peligroso de todos, el asesino que hay que asesinar para que no asesine
al niño que llevamos dentro.