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miércoles, 26 de febrero de 2025

Poder de vida y muerte (I)

El paterfamilias romano tenía una autoridad que le permitía decidir sobre la vida y la muerte de sus hijos. Es lo que se dio en llamar en las fuentes clásicas uitae necisque potestas (mejor que ius uitae ac necis, porque no era un derecho, ius, sino un poder o potestad).  El Estado moderno, ese Padre Nuestro que está en los Cielos, ha heredado esa potestad que tenía el cabeza de familia romano en la institución de la pena de muerte.
 
El historiador y filósofo camerunés Achille Mbembe (1957-...) ha acuñado el término 'necropolítica', como contraposición a la biopolítica de Foucault, y como expresión última de que la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Para él, que define la soberanía como el derecho de matar, la política es un trabajo de muerte.  
 
La potestad del paterfamilias romano estaba en realidad muy restringida y prácticamente reservada, como veremos a razones de Estado, y fue restringiéndose aún más con el paso del tiempo, porque estaba mal visto y considerado de una crueldad insuperable si no había alguna poderosa razón que la avalara que un padre diera muerte a su propio hijo, como sucede con la pena de muerte en muchas modernas legislaciones, lo que no impide, sin embargo, que esta labor de administración de muerte (García Calvo) pueda llevarse a cabo de muchas otras formas y maneras. 
 
 
En el mundo romano, la crueldad de los padres, que le confería la patria potestad, cuando está atestiguada, es condenada sin paliativos. Esto explica la rareza de los casos en que se aplicó y la reprobación social. Que un padre mate a un hijo era algo sacrílego, salvo cuando el padre encarna al Estado, el imperium de la res publica
 
Uno de los pocos y más célebres ejemplos que conocemos es el de Tito Manlio Torcuato, cónsul en el 340 a. C., cuyo hijo, Manlio, desobedeció una orden estricta de su padre al entrar en combate individual con un enemigo y vencerlo. A pesar de la victoria, su acto era una desobediencia grave de la disciplina militar, por lo que Tito Manlio ordenó la ejecución de su propio hijo para dar un ejemplo de obediencia absoluta a las órdenes del general. Este episodio consolidó la idea del imperium y el sacrificio personal en favor de la República. 
 
Reproduzco a propósito el capítulo séptimo del libro octavo de la Historia de Roma desde su fundación de Tito Livio, en la traducción de José Antonio Villar Vidal que publicó Gredos en 1990: «Para que todos, padre, dijo, me reconozcan de verdad nacido de tu sangre, yo te traigo estos despojos ecuestres quitados a un enemigo al que di muerte después de ser desafiado». Al oír estas palabras el cónsul inmediatamente dio la espalda a su hijo e hizo tocar la trompeta para convocar la asamblea de soldados. Cuando éstos se reunieron en buen número, dijo: «Puesto que tú, Tito Manlio, sin respetar la autoridad consular ni la majestad paterna, contraviniendo nuestra orden expresa, luchaste fuera de las filas contra un enemigo y quebrantaste, en cuanto de ti dependió, la disciplina militar, sostén, hasta la fecha, del Estado romano, y me has puesto en el brete de tener que olvidarme del Estado o de mí y de los míos, sufriremos nosotros el castigo de nuestro delito en vez de que tenga que sufrir tan graves daños el Estado para pagar nuestras culpas; seremos un ejemplo triste pero saludable para la juventud en el futuro. 
 
El cónsul Tito Manlio Torcuato ordena la ejecución de su hijo, Ferdinand Bol (1661-1664)
 
A mí de verdad me conmueve, por un lado, el cariño innato hacia los hijos y, por otro, esa prueba de valor que has dado seducido por una vana apariencia de gloria; pero es necesario o bien sancionar con tu muerte la autoridad de los cónsules, o bien abolirla para siempre dejándote impune, y no creo que tú, la verdad, si hay en ti algo de mi sangre, te niegues a restablecer con tu castigo la disciplina militar degradada por tu culpa. Anda, lictor, átalo al poste». Quedaron todos sin aliento ante una orden tan cruel, y como si cada uno de ellos viera el hacha levantada sobre sí, se quedaron quietos más por miedo que por disciplina. Por eso se mantuvieron silenciosos e inmóviles como si el estupor hubiese anegado sus ánimos, y de repente, cuando al cortar la cabeza saltó la sangre, se alzaron gritos dando a las quejas tan libre curso que no se ahorraron lamentos ni imprecaciones, y el cuerpo del joven, cubierto con los despojos, fue quemado sobre una pira funeraria levantada fuera del vallado, con toda la aplicada atención que los soldados pueden poner en la celebración de un funeral, y las órdenes manlianas no sólo fueron horrendas entonces, sino que además constituyeron un duro ejemplo para el futuro».
 
Tras oír las palabras de su hijo, el cónsul le da la espalda -hemos de imaginarlo apesadumbrado como buen padre que era- y convoca a toque de trompeta a los soldados a asamblea. El cónsul le reprocha entonces públicamente a su hijo que no ha respetado la autoridad consular ni la majestad paterna, es decir, que ha quebrantado la disciplina militar, apostrofada como “sostén del Estado Romano”, por lo que el cónsul, que no deja de conmoverse y sentirse orgulloso en su fuero interno por el valor de su hijo, se ve obligado a dar “un ejemplo triste pero saludable para la juventud en el futuro” ordenando la ejecución sumaria de su hijo, cuya prueba de valor no deja de ser una muestra de que fue “seducido por una vana apariencia de gloria”. 
 
 
Espera el padre que el hijo acepte con su castigo la restitución de la disciplina militar que él ha degradado. Concluye el historiador afirmando que no obstante la atrocidad del castigo, la tropa se volvió más obediente a su general prestando más atención en el desempeño de sus labores. 
 
El Estado moderno, como buen padre que es, ha heredado esa patria potestad del romano paterfamilias que le confiere el poder de vida y muerte sobre todos y cada uno de sus súbditos.