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jueves, 21 de marzo de 2024

Oyendo una canción con los ojos cerrados

    Una de las más bellas canciones, de las muchas que nos dejó el llorado Luis Eduardo Aute, es Queda la música, cuya letra, ante la contemplación de una vieja fotografía de juventud, acierta a decir lo siguiente: 
 
 
Miro el instante que ha fijado la fotografía / (...) /
 Nada queda en ese trozo de papel, todo es alquimia. / Veo que es la prueba más veraz de que todo es mentira. / Esos rostros ya no llevan nuestros nombres. / Son dos máscaras perdidas en la noche. 
 
     Pero frente a esa constatación, el estribillo viene a consolarnos con su alegre melodía y su “queda la música” asociado a ella. 
 
    La fotografía que inmortalizó aquel instante para la eternidad lo mató para siempre. La cámara fotográfica es una metáfora de la pistola: disparó una bala. Ahora que está mal vista como cosa paleolítica la caza de animales salvajes, la fotografía viene a sustituir a la escopeta en los safaris fotográficos. La fotografía ha inmortalizado el instante, lo ha matado. Por eso, como escribe Susan Sontag, todas las fotografías son un memento mori. Pero frente al imperio de la imagen que no refleja la realidad sino que, al contrario, aspira, invirtiendo el proceso, a que la realidad se acomode a ella, nos queda el sonido, la palabra y su música, que nos entra por el oído, y nos hace cerrar los ojos y soñar, y sugerir no una sino mil imágenes.
 
    Hay una escena, precisamente, en la película Cerrar los ojos de Víctor Erice (2023) que resulta muy significativa. Un célebre actor español, Julio Arenas, interpretado magistralmente por José Coronado, desaparecido misteriosamente, es dado por muerto pese a que nunca se encontró su cadáver. Años después, su íntimo amigo, el director Miguel Garay, interpretado por Manolo Soto, se reencuentra casualmente con él, y descubre que ha perdido la memoria y no sabe quién es. 
 

    Miguel le pregunta si no le conoce, y él le responde que no, que no sabe, que cree que no. Miguel empieza entonces a hacer nudos marineros y descubre cómo Julio los hace y deshace inconscientemente. Como música de fondo se oye durante toda la escena el vaivén de las olas del mar.
 
 
    -¿Dónde has aprendido a hacer esos nudos? -Le pregunta. 
    -Me salen solos. 
  -¿Sabes cómo se llaman?... Nudos marineros. Tú y yo los aprendimos en el mismo sitio. (Le muestra entonces  una fotografía en blanco y negro y le dice).
 
 
    -¡Mira! Marineros de primera. En El Rayo, nuestro barco. Es el nombre que hay en la cinta de los lepantos. 
    -¿Lepantos? 
    -Sí, eso que llevamos en la cabeza. ¿Qué dice ahí? “Destructor Rayo”. Este es Miguel Garay, que soy yo. Este es Julio Arenas, que eres tú. 
    -Ese no soy yo, no. (Mira entonces a su amigo y le dice): Y este otro tampoco eres tú... No soy yo.
 
    Julio le dice que esos no son ellos: ni él ni su amigo. Y lo que está diciendo es verdad. Pero ambos tienen razón: son ellos y no son ellos. Son, porque lo fueron y eso constituye su identidad, y no lo son porque su identidad no es verdadera. Lo que viene a decirle Julio a su amigo es, como cantaba Aute:
 
  Creo, que tú y yo no somos más que dos desconocidos, / Otros, dos extraños que en el tiempo se han hecho asesinos / De esos dos niños de la fotografía / Que, abrazados, van bailando por la vida.