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martes, 12 de septiembre de 2023

Cuentas y cuentos (Lenguaje científico frente a lenguaje poético)

    Eduardo Galeano (1940-2015) dijo en una entrevista a raíz de la publicación de su libro 'Los hijos de los días' (2012): Los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. 
 

     Contraponía el escritor uruguayo así el lenguaje científico pretendidamente objetivo con el lenguaje literario o poético declaradamente subjetivo, lo que dicen los hombres de ciencia y sabios de la tribu, y lo que dice un pajarito. ¿Quién dice más verdad? Ambos lenguajes versan, cada uno a su modo, sobre la realidad, y ambos son pretensiones de decir una verdad que en la realidad desde que el mundo es mundo brilla por su ausencia y se diluye. 
 
    El lenguaje científico usa conceptos como “átomos”, “partículas elementales”, “corpúsculos”, “ondas” que pretenden dar cuenta de la realidad objetivamente, pero solo podrían resultar verdaderos si ellos no formaran parte, y parte considerable, de la propia realidad. Por eso se acerca más a la verdad el pajarito de Galeano, que no miente porque no forma parte de la realidad objetivamente como los científicos, y que nos dice que estamos llenos de historias o de cuentos que reconocen que "cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia" o sea, ficciones o mentiras, los cuentos que nos cuentan los políticos, los padres, los sacerdotes, los maestros y profesores y en definitiva los científicos. 
 
    En realidad o, mejor dicho, en verdad, lo que nos dice el misterioso pajarito, un ser volandero y casi incorpóreo e inexistente, libre y por lo tanto inaprehensible, es que no sabemos de qué estamos hechos, si estamos hechos de agua y barro, de átomos o de cuerpo mortal y alma imperecedera... No sabemos siquiera si estamos hechos o a medio hacer todavía, o si no nos estamos deshaciendo, malhechos y maltrechos como estamos, a cada instante que trascurre. 
 
    Y en eso tiene razón el lenguaje poético, el trino de ese pajarito misterioso: estamos hechos de historias y de cuentos, porque, como cantó nuestro entrañable poeta León Felipe, no poco socrático él: "Yo no sé muchas cosas, es verdad. / Digo tan sólo lo que he visto. / Y he visto: / que la cuna del hombre la mecen con cuentos, / que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, / que el llanto del hombre lo taponan con cuentos, / que los huesos del hombre los entierran con cuentos, / y que el miedo del hombre… / ha inventado todos los cuentos. / Yo no sé muchas cosas, es verdad, / pero me han dormido con todos los cuentos… / y sé todos los cuentos."
 
    Así lo cantaba, hace la friolera de cincuenta años, el grupo Aguaviva:


martes, 9 de febrero de 2021

La nave del Estado

Hay expresiones cuyo carácter traslaticio o metafórico nos pasa casi desapercibido cuando las utilizamos, y que, al emplearlas, nos utilizan en realidad ellas sin darnos cuenta a nosotros configurando nuestro pensamiento con sus poderosas imágenes.


Esto sucede cuando tomamos en castellano, por ejemplo, la palabra “gobierno” y nos planteamos si tenemos un buen o un mal gobierno, un gobierno de izquierdas o de derechas, conservador o progresista, si hay cambio o no de gobierno etc., porque estamos presuponiendo que existe algo como "gobierno" y que nuestros gobernantes pilotan -he aquí la metáfora que subyace- la nave que es el Estado en su cabotaje hacia buen puerto... 
 
Estas palabras de “gobierno” y “gobernar”, en efecto, del ámbito marinero y proceden respectivamente de las latinas “gubernum” y “gubernare”, que están presentes en las lenguas derivadas del latín, incluido el inglés, aunque no provenga directamente de allí, y están relacionadas con la metáfora de la navegación, porque su sentido no se explica si no es partiendo de la alegoría de la nave del Estado, abundantísima en la literatura clásica grecolatina como veremos y en los escritores cristianos, para quienes la nave simboliza no ya el Estado sino la Iglesia.

Un elemento importante en la nave es el timón, que en latín se llama precisamente gubernum (cf. gobernalle), por lo que gubernare significa etimológicamente timonear la embarcación, es decir pilotarla, y de ahí surge el sentido general de conducir, dirigir a alguien o algo en una dirección.
 

El verbo latino guberno está emparentado con el griego κυβερνάω (kybernáo). Ambos significan manejar el timón de la nave, pilotar el barco. La palabra timonel se dice en latín gubernator y en griego κυβερνήτης (kybernétes), de donde deriva, por cierto, nuestra cibernética o arte de navegar en las procelosas aguas de ese otro mar que es la Red Informática Universal y su tupido entramado de redes y retículas sociales.

No es extraño que fuera en griego clásico donde quizá por primera vez surgió la poderosa metáfora, o mejor alegoría, de la nave del Estado, de la cosa pública o comunidad política como una nave en la que cada cual cumple su cometido, dirigida por el gobernante que es quien lleva el timón; nació en el seno de la lengua de un pueblo navegante y, a la par, fundador del sistema político de gobierno democrático que padecemos. 

Se ha rastreado el origen de la metáfora en la poesía de Alceo de Mitilene, quien en el siglo VI antes de Cristo consagra la imagen para hablar de su πόλις (pólis) o ciudad-estado  a la deriva zarandeada por la tempestad a causa de la discordia civil. Habla en concreto de una nave azotada por la tormenta, y exhorta a la tripulación a salvar la ciudad dirigiendo la nave a buen puerto. Alceo a su vez, por lo que parece, habría tomado la metáfora de Arquíloco, otro poeta lírico anterior a él,  según unos versos hallados en un papiro. En todo caso, ambos poetas helenos abundan en metáforas náuticas, surgidas de los peligros que entraña la navegación en el mar Egeo. 


Cicerón consagrará en la literatura latina, en sus discursos políticos, la alegoría del gobierno como timón de la nave del Estado (“in gubernanda re publica», dirá numerosas veces: en la república que ha de ser gobernada como si fuera una nave, en el gobierno de la república). La cita literaria, sin embargo, más celebrada, que se hace eco del modelo literario de Alceo, es la del poeta Horacio, que advertía de los peligros de regresar a las guerras civiles que asolaron el final de la república romana tras haber logrado la paz. 

La oda de la nave del Estado de Horacio, que es la número XIV del libro primero de los Carmina, se compone de cinco estrofas de cuatro versos cada una, los dos primeros son asclepiadeos menores, el tercero es un ferecracio y el cuarto un gliconio. Es la llamada asclepiadea B o segunda. Señalo sus esquemas rítmicos con los siguientes signos de mi convención: + para sílaba marcada rítmicamente con el acento de palabra en principio en castellano, y – para la que no marca ritmo y en principio átona: asclepiadeo menor 12 sílabas (+ - + - - + // + - - + - +), ferecracio 7 sílabas (+ - + - - + -) y gliconio 8 sílabas (+ - + - - + - +). Llamo la atención del lector sobre cómo el poeta procura que no coincidan las unidades sintácticas con las métricas, y cómo un verso suele encabalgarse ya sea suave- o abruptamente en el siguiente; y cómo ni siquiera coincide la frase con la estrofa, que también se precipita a veces sobre la siguiente. He aquí la oda de Horacio en versión rítmica: 

Nave, nuevas te van olas a ti a arrastrar/ a la mar. ¿Qué haces? Ay, gana con decisión/ puerto. ¿No ves de remos/ que tu flanco desnudo está, 

y que el palo mayor que Ábrego raudo hirió/ gime, y vergas también, y sin maromas no/ puede apenas tu quilla/ resistir el embate atroz

de la mar? Velas no tienes enteras tú,/ ni dioses que invocar, mal si otra vez te ves./ Por más pino del Ponto, / hijo de ínclito bosque tú, 

que te jactes de honor vano y de condición:/ asustado el patrón nada en tu pátina/ fía. Cuida, juguete/ si no quieres de vientos ser. 

Tú, hace poco que a mí me eras fastidio atroz,/ y hoy mi anhelo y mi no poca preocupación,/ huye de olas que rompen/ en espléndidas Cícladas. 

Entre nosotros Lope de Vega se hace eco en su poesía de la metáfora de la nave aplicándosela a su propia peripecia humana, por aquello de que lo que vale para la comunidad política vale también para el individuo personal (“El Estado soy yo”, ergo “Yo soy el Estado), en aquellos memorables versos: “Pobre barquilla mía/ entre peñascos rota,/ sin velas desvelada,/ y entre las olas sola...” 

 

Si partimos de que el Estado es una nave, lo que no deja de ser una arriesgada y discutible metáfora pese a su largo recorrido, se supone que no está fondeada y anclada en el puerto, sino que navega y no a la deriva, sino rumbo a alguna parte, cuya travesía tiene algún sentido. Esa es la mayor petición de principio: que el Estado o, si se quiere, la Humanidad en general va hacia algún sitio previamente conocido, progresa, avanza hacia delante. Para su singladura a Dios sabe dónde y para no estar a merced del oleaje y de los vientos e irse a pique necesita, además de unas velas y unos remos para bogar, un timón que dirija su rumbo; el timón precisa que alguien, el timonel o piloto, lo gobierne marcando el destino y siguiendo la previamente trazada “hoja de ruta” -otra metáfora que les encanta a los políticos profesionales y que no deja de ser una mala traducción del inglés "roadmap", por cierto. 
 
Los gobiernos, ante cualquier crisis como la sanitaria actual que padecemos y que no deja de ocultar una crisis económica, elaboran haciendo uso de esta metáfora una narrativa oficial exculpatoria de su gestión según la cual ellos dirigen la nave con la ayuda del timonel que maneja el gobernalle, y han de llevarnos a buen puerto en medio de una tormenta en la que se suceden, una tras otra, las olas de contagio pese a las medidas restrictivas cada vez mayores y que parecen no surtir efecto. 
 
La metáfora del oleaje como fuerza desencadenada de la naturaleza viene a sumergirnos -ya vamos por la tercera o cuarta ola- aún más en una tempestad que, pese a todos los avances tecnológicos y pronósticos, no podía haberse previsto y de la que las autoridades no se sienten responsables. 
 
Se precisa entonces de un chivo expiatorio: y ese chivo emisario es el sacrificio de la gente en general -de todos, se nos dice- y de la juventud en particular, y se culpabiliza sobre todo al foráneo, al extranjero,  al viajero, al que nos ha traído de fuera y metido dentro el mal, la pestilencia.  Esto implica cierre de fronteras que habían desaparecido en la vieja Europa, y no solo nacionales, sino regionales y hasta municipales y comarcales, en un intento desesperado de ponerle puertas al campo y diques al mar.

Como contrapunto a esta metáfora náutica de que el Estado es una nave que navega hacia un puerto del mapa y, a la vez, como contrataque, nos sirve la inolvidable Canción Marinera de León Felipe (1884-1968): Todos somos marineros, / marineros que saben bien navegar. / Todos somos capitanes, / capitanes de la mar. / (…) / marinero.../ capitán.../ no te asuste/ naufragar/ que el tesoro que buscamos,/ capitán,/ no está en el seno del puerto/ sino en el fondo del mar.