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martes, 29 de octubre de 2024

Cambio de hora (y II)

    Una de las cosas que más me llama la atención es la absoluta dependencia del reloj y el calendario, digamos del tiempo en general, a la que se ven sometidas todas nuestras actividades, desde las más insignificantes de la vida cotidiana hasta las más solemnes, desde las más privadas a las más públicas, cosa que comprobamos cada vez que se produce un cambio de hora que altera los patrones de nuestros horarios de sueño y de vigilia. Y es que ese logro tan antiguo de la humanidad que es la medición de lo que pasa sin que nos demos cuenta de lo que está pasando, o sea del tiempo, se ha convertido en un instrumento de control y de gobierno, convirtiéndonos en controladores controlados. 
 
    En lugar de estar a nuestro servicio, de forma que nos diéramos cuenta de lo que pasaba sin darnos cuenta, estamos nosotros al servicio del viejo Crono. Nada se escapa a su dictadura, ni el horario del trabajo ni el del ocio y el desempleo. Incluso las vacaciones y el esparcimiento, esos momentos en los que parecemos olvidarnos del reloj y de la agenda de las cosas que tenemos que hacer porque “están escritas”, están planificados y programados, racionados, mientras los segundos, los minutos, las horas y los días se nos escurren como el agua fugitiva de la fuente de entre los dedos de las manos. 
 
      En los pocos momentos en los que somos capaces de romper esta rutina que nos esclaviza haciendo algo que no estaba previsto, a menudo involuntariamente, afloran sensaciones y reminiscencias, a destiempo y a contratiempo, de lo que algún día fuimos, de lo que podríamos haber llegado a ser si nos hubieran y hubiéramos nosotros mismos dejado libres y no nos hubiéramos impuesto el trampantojo del futuro, que sustituye las cosas presentes y palpables por las ideales e inasibles. 
 
    Una de las trampas que nos tienden los que pretenden gobernar nuestras vidas es la constante mención del futuro, y su evocación, como si fuera algo palpable que ya hubiera pasado. Nos prometen un futuro mejor, un futuro brillante lleno de esperanza y de ilusión. El futuro es humo, humo es lo que nos venden y prometen diciendo que tenemos un gran porvenir, mucho futuro, que es nuestro, por delante… 
 
 
    En otras épocas hablaban de otra vida, de la verdadera vida, siempre futura, instalada en el más allá. Ahora nos ponen ese futuro glorioso en el más acá, en el año 2030 por ejemplo de la era cristiana, para lo que programan una agenda, pero es la misma falacia cambiada de sitio. A los políticos se les hace la boca agua y se les llena de palabras cargándonos ese futuro de promesas electorales. Pero esa fe en el porvenir que nos inculcan no sirve más que para que aceptemos la mortecina realidad y el aborregamiento gregario que nos imponen en la actualidad, una realidad que es la muerte de lo que podía haber sido si no se hubiera sacrificado precisamente en las aras sangrientas de un tiempo que no es, porque no hay futuro que valga, no hay futuro que venga a quitarnos lo que tenemos ahora, lo poco y lo mucho que tenemos ahora, que es la vida misma.

    Hay dos concepciones sobre el tiempo: la cíclica, que parece que es la más antigua y está ligada al desarrollo de la agricultura y al retorno de las estaciones y a la alternancia del día y la noche, y la lineal, más moderna, que lo presenta como una progresión de los ciclos anuales hacia el futuro, que sustituyó a la primera imponiéndose definitivamente a raíz de un acontecimiento que crea la historia y la divide en un antes y un después. 

     Algunas revoluciones, como la francesa, intentaron romper con el calendario tradicional, pero en realidad lo que hicieron no fue romper con el Tiempo, sino sustituir el viejo calendario por el republicano, adoptado por la Convención Nacional desde 1792 hasta 1896, en que fue abolido por Napoleón, sustituyendo el engendro judeocristiano de la semana, que es la división del tiempo más aleatoria y que menos corresponde a ningún ciclo natural, que ya habían consagrado los hebreos en la Biblia con la creación del mundo en siete días, por un período de decenas, que dividiría los meses en tres, adoptando el sistema decimal. 

Calendario republicano de la Revolución Francesa.

    El calendario se volvió a implantar brevemente tras el derrocamiento de Napoleón en 1814, y fue usado también por la efímera Comuna de París de 1871, según la inevitable Güiquipedia, sin que supusiera ningún cambio sustancial. A fin de cuentas solo se trataba de sustituir el cómputo de siete por el de diez.

lunes, 28 de octubre de 2024

Cambio de hora (I)

    Que lo que gobierna nuestra vida es el reloj es algo que sentimos cuando nos cambian la hora como por ejemplo ayer, 27 de octubre, en que nos hicieron pasar por real decreto al llamado “horario de invierno”, retrasando los relojes y agrandando en una hora más la duración del día, que pasó de tener 24 horas a 25. Es entonces cuando nos damos cuenta de lo cronometrados que estamos y de lo mucho que dependemos del horologio, que es como llamaban los antiguos al reloj de sol o de arena, palabra compuesta de hora, 'tiempo' y del verbo lego 'contar'.
 
      Hay un origen religioso en el cómputo del tiempo. Lo vemos fácilmente en el mundo islámico, en el que solo empezaron a contarse los años a partir de la Hégira o huida de Mahora de la Meca a Medina en el 622 de la era cristiana. 
 
    En el islam se realizan cinco oraciones obligatorias al día, lo que supone una regulación, más o menos precisa, de las horas diurnas: al alba, al mediodía, a media tarde, al ponerse el sol y por la noche. Era el almuédano, almuecín o muecín el que hace muchos años convocaba de viva voz a la oración cinco veces al día, desde lo alto del minarete de la mezquita para anunciar que había llegado la hora del rezo obligatorio. 
 
    En la actualidad son los altavoces los que difunden la llamada, con el Allahu akbar que se repite cuatro veces, y que a veces se traduce como Alá es grande, cuando su correspondencia en román paladino sería: Dios es grande. A continuación se dice dos veces Testifico que no hay más dios que Dios y que Mahoma es su profeta o mensajero. Y el mensaje principal: acudid a la oración, volviendo a repetirse la grandeza de Dios, su unicidad y la calidad de Mahoma como su profeta.
 
 
   En el mundo cristiano, más secularizado que el islámico, quizá no nos parezca tan evidente este origen religioso, pero si nos remontamos a la Edad Media feudal podemos afirmar que la estricta regulación de la vida monástica que dividía las horas del día en ocho horas canónicas (maitines, laudes, prima, tercia, sexta -origen de nuestra siesta nacional-, nona, vísperas y completas) en las que convocaba a los monjes a rezar acabó por imponerse extra muros sobre la vida menos regularizada y reglamentada en principio de los seglares. 
 
     En pueblos y ciudades se rezaba tres veces al día el ángelus, al amanecer, al mediodía -todavía recuerdo yo cuando se retransmitía la oración del ángelus en que el arcángel anunciaba a la virgen María que iba a ser la madre de Jesús  por Radio Nacional de España, cosa que se hizo hasta el 3 de febrero de 1981-  y al atardecer, para lo que sonaban las campanas de iglesias y catedrales llamando a la oración. 
 
 
 El ángelus, J.-F. Millet (1857-1859)
 
    Y en particular se puede señalar a la orden benedictina, a la que se le atribuye el lema 'ora et labora', que en su apogeo llegó a gobernar 40.000 monasterios, que contribuyó de manera crucial a regular el ritmo de la máquina capitalista, recordándonos que el reloj no era simplemente un medio para llevar el registro de las horas, sino para sincronizar la acción humana.
 
    Señala John Zerzan en su opúsculo “Beginning of Time, End of Time”, incluido en Time and Time Again, edit. Detritus Books Olympia, Washington (2018), que con la aparición de los primeros relojes públicos en Europa en el siglo XIV se produjo, alrededor de 1345, la división de la hora en sesenta minutos y del minuto en sesenta segundos. En El tiempo y sus inconvenientes escribe Zerzan: “El reloj descendía de la catedral, al tribunal y al palacio de justicia, al banco y a la estación de ferrocarril y, finalmente, a la muñeca y al bolsillo de cada ciudadano decente. El tiempo debía hacerse más «democrático» para colonizar realmente la subjetividad”. Expresa muy bien Zerzan cómo el tiempo baja de las altas esferas de la vida pública religiosa y civil al pueblo llano, que acabará incorporando el reloj individual hasta la perfección absoluta de estar todos sincronizados. 
 
    Finalmente, no necesitamos ni cambiar nuestros relojes. Ellos solos se actualizan en nuestros ordenadores y teléfonos inteligentes.