La guerra contra lo que sea no está destinada a ganarse, sino a perdurar en el tiempo de una u otra forma porque su vocación es ser interminable. Es la guerra que libra el Régimen, el Imperio, el Poder, el Sistema o el Estado contra sus propios súbditos, contra la gente normal y corriente, contra los de abajo.
¿Para qué sirvió la gloriosa Revolución Francesa de 1789? Para que los "súbditos" dejaran de llamarse así y pasaran a denominarse "ciudadanos", otra etiqueta para nombrar lo mismo, otro collar para el mismo perro. No es que el súbdito se convirtiera por arte de magia en otra cosa distinta de la que fuera antes de la revolución, es que cambió de nombre. También sirvió para que te la estudies, hijo mío, para el examen de Ciencias Sociales de mañana.
Quizá esta guerra de todos contra todos empezó en los albores de la humanidad, pero, viniendo a lo de hoy, la figura del enemigo se ha ido difuminando y ampliando y, si no se encuentra en la realidad, se realiza en la imaginación. Se trata de la invención del enemigo imaginario, que viene a ser la actualización del infantil amigo imaginario, como propone José Luis Rábago, alias El Roto, en su viñeta cotidiana de El Periódico Global(ista).
Los avatares de este enemigo imaginario son múltiples. Recuerda, por ejemplo, cuando el enemigo era el terrorista. Recuerda la guerra contra el terrorismo, que amenazaba la libertad y la democracia occidentales, por lo que no hubo más remedio que declarar el estado de emergencia, la emergencia permanente, librando una guerra televisiva contra una nación de Oriente Medio cuyas inexistentes armas de destrucción masiva no representaban ninguna amenaza para nosotros pero eran un buen pretexto para iniciar una guerra de invasión.
¿Se te ha olvidado ya la guerra contra el virus? En la primavera del año del Señor de 2020, el Régimen declaró un estado de emergencia sanitaria global en respuesta a un virus que tenía una tasa de letalidad prácticamente ridícula. El Régimen ordenó el confinamiento de todo el mundo, considerado enfermo asintomático o susceptible, obligó a todos a usar ridículas mascarillas quirúrgicas, bombardeó al público con propaganda y bulos monumentales, coaccionó a la gente para que se sometiera a una falsa vacuna salvífica, prohibió las protestas contra sus decretos y censuró y procesó sistemáticamente a quienes osaron cuestionar o criticar su programa totalitario. Era la guerra contra los negacionistas del virus coronado, los antivacunas, los teóricos de la conspiración y contra los terraplanistas.
Y ahora... bueno, henos aquí llegados, después de la guerra no muy exitosa todavía, aunque persistente, contra el cambio climático. Ahora toca la guerra contra los inmigrantes ilegales, sin olvidar la guerra comercial siempre presente, que ha declarado ahora el Emperador electo por mayoría democrática, una guerra esta que no deja de ser una metáfora del capitalismo global. Pero en el fondo da igual el nombre que les pongamos a esta guerra y enemigos.
No podía, sin embargo, faltar el clásico, la guerra convencional contra los enemigos de carne y hueso, en este caso contra el feroz oso ruso. Ya puede detectarse el idéntico patrón. Es la guerra contra lo que sea, la guerra interminable, siempre la guerra, necesaria para alimentar el sistema de paz paodrida bajo el que vivimos y su afán totalitario.
Una vez acabada la Guerra Fría y muerto el comunismo, el capitalismo global no tiene adversarios externos, por lo que necesita inventar enemigos internos como los reseñados. Prueba de ello es la moderna pedagogía de Bruselas contra 'casos de guerra, nuevas pandemias, ciberataques masivos o desastres naturales'.
Con ese enunciado conjura una serie de “emergencias”, cada una con una “amenaza” diferente a la “democracia”, o a la “libertad”, o a “Europa”, o al “planeta”, o lo que sea, cada una con sus propios endriagos particulares.

Al Régimen o Sistema le da igual si nos identificamos con la izquierda, con la derecha o contra sus extremidades respectivas o -en el medio está la virtud- con el centro, pero necesita que nos incluyamos en alguna de esas categorías definitorias.
El presidente francés y su homólogo español, por ejemplo, aunque son de distinto signo político, coinciden en su postura frente a la guerra que aumenta los egos, infla los presupuestos y, sobre todo, desvía la atención de los verdaderos problemas internos causados por sus mismísimos gobiernos. La postura beligerante del presidente de la República Francesa y del Reino de las Españas se inscribe en una continuidad semántica iniciada por ellos mismos al inicio de la crisis de la covidiocia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario