La princesa pasea
en satinadas páginas
su tristeza infinita
por la prensa ilustrada.
Ha perdido el tesoro
de la dicha lozana
y ha perdido el encanto de su prístina gracia.
Como el ánima en pena
de afligida mirada,
se ha quedado en los huesos
descarnados del alma.
Sin querer, su amargura
sale por las pantallas.
Y en sus labios aflora
la sonrisa forzada.
Por su cabeza, testa que ha de ser coronada,
pasarán tantas cosas:
sabe Dios lo que pasa.
Caen, gotas de lluvia
silenciosas, sus lágrimas,
melancólicas notas
de una triste sonata.
Heredera del trono, la futura monarca,
será Jefe de Estado y sus Fuerzas Armadas.
Bajo sus pechos late,
palpitante, la infancia,
libélulas que añoran
felices cuentos de hadas,
y príncipes azules,
carrozas y fantasmas,
castillos en el aire,
e imperatrices de Austria.
¿Qué tendrá la princesa
que se ve atrabiliaria?
¿Un amor imposible
transido de nostalgia?
¿Sabrá su alteza algo?
¿Intrigas cortesanas?
¿Un secreto de Estado?
Quizá no sepa nada.
¿Ha comprendido acaso,
reina desengañada,
que el rey está desnudo,
como en la vieja fábula?
¿Ha descubierto acaso,
mohína y cabizbaja,
que el vil metal y no otro
es el solo monarca?
A ella, que era plebeya
y hasta republicana,
la corona le pesa
como imperiosa lápida.
Sobre el trono futuro
de todas las Españas
la espada de Damocles
pende desenvainada.
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