Leo en las hojas parroquiales electrónicas de mi comunidad autónoma, o sea en la prensa de campanario, que los directores de los IES, o sea I(n)stitutos de Educación Secundaria de Cantabria, piden ayuda a la Consejería de Educación de dicha taifa (cito literalmente) “ante el incremento de los trastornos de la salud mental del alumnado como consecuencia de la situación 'muy convulsa' que sufre la sociedad desde hace dos años por los 'estragos' del Covid-19”.
Reclaman que se dote a los centros de la figura del psicólogo escolar y que se aumente la dotación del servicio de Orientación (vuelvo a citar de la hoja parroquial) "para dar la mejor respuesta posible a esta problemática latente y mejorar la atención psicológica en nuestros centros educativos".
No voy a entrar yo en la necesidad o no de dichos psicagogos y orientadores desorientados la mayoría de las veces que reivindican los directores de los i(n)stitutos, que también deberían atender al profesorado y a los propios equipos directivos. Me llaman más
la atención las justificaciones que esgrimen para reclamarlos, como si el problema no fuera en gran medida con ellos, y no me refiero solo a los equipos directivos de los centros, sino a los profesores y padres, a los adultos en general.
Afirman
los directores claramente que los trastornos mentales que sufren los adolescentes se
deben a la situación muy convulsa provocada por los estragos del Covid-19.
No son los estragos de la enfermedad del virus coronado, me parece a mí, los que han
provocado la convulsión de la sociedad, sino las medidas restrictivas y
draconianas que se han aplicado y se siguen implementando desde mediados de marzo del 2020
secundadas unánimemente por los medios de información, empeñados en la
tarea de desinformar y de hacer que cunda el pánico en la gente. Una de ellas, a título de mero ejemplo: la aconsejada utilización de los barbijos FPP2, los más caros en el mercado y los más seguros, según los expertos de los platós televisivos, porque no dejan entrar ni salir a los virus. Claro que tampoco dejan entrar ni salir el aire por lo que se hace difícil, si no imposible, respirar.
Son los protocolos
sanitarios en los hospitales y los protocolos escolares dictados por
las autoridades sanitarias y educativas respectivamente los responsables
de los trastornos de los adolescentes, a los que comenzaron encerrando
en sus casas -confinando, decían entonces con un eufemismo deleznable para referirse a lo que no era
sino un arresto domiciliario, España se convertía en un enorme centro penitenciario-, obligando a llevar mascarillas en las
aulas y a mantener ridículas distancias de 'seguridad', tomándoles la temperatura compulsivamente todos los días y haciéndoles
creer que estaban enfermos porque podían estarlo o porque lo decía una
prueba fraudulenta que no tiene ningún valor diagnóstico pero que se ha
utilizado para diagnosticar la 'enfermedad' asintomática, cerrando aulas y aislando y poniendo en cuarentena a los 'positivos' como si fueran apestados, inculcándoles desde el primer momento que podían
matar sin querer a sus abuelos y progenitores, y finalmente que tenían
que inocularse una sustancia experimental, ellos que no tenían
prácticamente ningún riesgo de contraer ni de trasmitir la dichosa enfermedad.
Parece que el sistema de enseñanza, o educativo, como prefiere autodenominarse él, ha decidido no querer saber lo que está pasando. ¿Cómo no van a estar trastornados los jóvenes y adolescentes, si lo
estamos todos, inducidos como hemos sido a una psicosis colectiva
delirante y paranoica? ¿Quién está en los cabales de su sano juicio? Pero es especialmente triste que ellos, los adolescentes, y
los niños, cuyas sonrisas se han visto congeladas bajo las ridículas mascarillas,
estén viviendo bajo una dictadura mediática y sanitaria que les ha
inculcado que los besos y los abrazos son conductas de alto riesgo que
tenemos que evitar si no queremos contagiarnos y matar a los mayores.
Somos precisamente los mayores los que hemos
sacrificado la infancia y la adolescencia. Nunca antes se había visto una cosa igual, que una generación inmole a los más jóvenes haciéndoles literalmente la vida imposible para asegurar su supervivencia. Miento, se había visto, sí, en la mitología: Saturno, entiéndase
Crono, el titán, que ante el temor no sólo de ser destronado sino de
sucumbir a manos de uno de sus hijos, un temor que le había sido inculcado por Urano y Gea, el Cielo y la Tierra respectivamente en la lengua de Homero, depositarios de la sabiduría, que era la ciencia de aquel momento, y del conocimiento del porvenir, los iba devorando a medida que
nacían. Ayudó a su madre a vengarse de su padre Urano, que abusaba
constantemente de ella, utilizando la hoz que
ella le dio para cercenarle los testículos que arrojó al mar, de donde
nacería según una versión Afrodita. Crono ocupó su lugar en el cielo y
se hizo dueño del universo, casándose con su hermana la titánide Rea.
Los romanos lo identificaron a él con Saturno y a ella con Cibeles.
Numerosos
pintores, a lo largo de la histoira del arte, han representado la
escena de antropofagia en la que Crono devora literalmente a cada uno de sus hijos.
Por ejemplo, y dentro del Museo de El Prado, sin ir más lejos, tenemos
los impresionantes lienzos de Goya y el de Rubens, más antiguo.
En la época imperial, con la romanización del norte de África, Saturno se identificó con el gran dios cartaginés Ba'al Hammon, al que los cartagineses ofrecían sacrificios humanos de niños, precisamente, recién nacidos. Las nuevas generaciones eran sacrificadas en aras de la supervivencia de sus mayores.
Saturno, pues, ha engullido a
todos sus vástagos, antes de que alguno de ellos le arrebate el trono y la vida, contagiándole el virus letal que
no ha visto nadie todavía pero que como Dios existe, y cómo y cuánto existe... todavía.