El oximoro es una figura retórica muy antigua que combina en una misma expresión dos términos de significado contrapuesto, que originan un nuevo concepto, como por ejemplo “silencio ensordecedor”. No es solo una figura estilística de escritores y poetas, sino que también la usa todo el mundo cuando dice cosas como por ejemplo “ir a ninguna parte”, o “humor serio”.
Al utilizar términos contrapuestos como estos se origina casi siempre una contradicción. Esta contradicción se ve muy clara en casos como “líder positivo”, como si no fuera intrínsecamente negativa la existencia de cualquier liderazgo, “banco malo”, como si hubiera instituciones bancarias que no fueran perversamente usureras y como si fuese sencillamente posible la creación de una “banca ética” o de un “mercado justo”.
Uno de los ámbitos donde más se dan los oximoros es en el relacionado con la guerra y la paz. Ya desde antiguo se hablaba de “guerra santa” o de “guerra justa”, adjetivos que justifican y hasta santifican el derramamiento de sangre en nombre de alguna causa. Modernamente se ha dado el cambiazo a la palabra “guerra” sustituyéndola, a fin de camuflar la realidad, por el eufemismo de “misión”; y el adjetivo religioso “santa” y el ético “justa” se han transformado en “humanitaria”, por ejemplo, y hasta “democrática”. Y ya en el colmo del enrevesamiento: "misión de paz" o "fuerzas de paz".
Napoleón como Marte pacificador, Canova (1803-1806)
Una Ministra de Defensa del reino de las Españas, ya fallecida, llegó a decir en su día que tanto ella como el ejército eran pacifistas. Pero no es una modernez. Ya los romanos hablaban de un dios de la guerra, Marte, portador de la paz: Mars pacifer, por lo que el engaño viene de muy atrás.
Detrás de todos estos términos se encuentra el viejo aforismo: si uis pacem, para bellum: si quieres la paz, prepara la guerra. Según esto, el mejor modo de procurarnos la paz no sería el desarme, que es lo lógico, sino la fabricación de armamento y el rearme junto a la instrucción militar para la defensa, que infundiría temor a los eventuales enemigos. La existencia de estos enemigos sería previa a una declaración de guerra, y no, como sucede, resultado de esta. El enemigo, en efecto, en el sentido del latín hostis, enemigo público, y no inimicus, enemigo personal, no existe antes de que se le declare la guerra. Sucedió con el terrorismo, ahora sucede con el virus coronado, que ha venido a sustituirlo con notable éxito en todo el mundo.
En este sentido hay que destacar que el hoy en día denominado Ministerio de Defensa se designó no hace mucho tiempo con más justó nombre, cuando se llamaba al pan pan y al vino vino, Ministerio de la Guerra.
Mural de El-Zeft, 2012
Hay un precedente griego de esta sentencia latina que estamos analizando, y que leemos en el capítulo 124 del libro primero de la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides: pues la paz se establece con más firmeza mediante la guerra, (ἐκ πολέμου μὲν γὰρ εἰρήνη μᾶλλον βεβαιοῦται) afirmación que el historiador pone en boca de los habitantes de Corinto en la asamblea de la Liga del Peloponeso que se celebró en Esparta. Esparta ya había decidido la guerra a la πόλις τύραννος (pólis týrannos), la ciudad tirana en clara alusión al imperialismo democrático ateniense, pero convocó esta asamblea para que todos sus aliados manifestaran su acuerdo.
Los corintios, en ese discurso, aseguran que votan la guerra “aspirando a la paz más duradera que le seguirá”.
La justificación de la guerra es bastante clara. Oigamos sus palabras: Es propio, sin duda, de hombres prudentes estar en paz si no son tratados injustamente, pero es de hombres valerosos dejar la paz para entrar en guerra cuando son víctimas de la injusticia, y luego, cuando la situación es favorable, dejar la guerra para volver a la concordia, sin exaltarse por los éxitos obtenidos en la guerra y sin soportar la injusticia por el placer que proporciona la tranquilidad de la paz (Traducción de Juan José Torres Esbarranch, editorial Gredos).
Pero la formulación latina más clásica se la debemos a Vegecio, en su Epitoma rei militaris 3: igitur qui desiderat pacem praeparet bellum: así que el que desea la paz que prepare la guerra. La reelaboración condicional “si uis pacem, para bellum” es tardía en latín, pero es la que ha hecho fortuna, hasta el punto de que el término “parabellum”, extrapolado de la frase, fue el nombre de una pistola semiautomática diseñada por Georg Luger en 1898 y de sus cartuchos, por lo que se la conoce también como “luger”, fabricada en Alemania a partir del año 1900 y empleada por el ejército alemán en las dos guerras mundiales.
Inscripción en el Centro Cultural de los Ejércitos, Madrid, casino militar.
No hace falta decir, cualquiera lo comprende al momento, que no hay cosas tales como “inteligencia militar” ni “armas inteligentes”, porque son claros oximoros. No hay guerras, tampoco, justas ni humanitarias ni preventivas, sino guerras, sin más. Sin adjetivos. Pero a veces el sustantivo se camufla con eufemismos como “conflicto”, a fin de vendérsela a la opinión pública, creando dicha opinión favorable a ella. Y, en ese caso, los adjetivos que se emplean son cultismos como “bélico”, que nos retrotraen a bellum, "guerra" en latín, y a su forma arcaica duellum, que entró en castellano con el significado de “combate entre dos”, origen de nuestro “duelo”, por confusión con duo, el número dos, mezclándose en castellano con otro duelo, derivado de dolum, un sinónimo de dolorem.
Durante el confinamiento o, mejor dicho con término más popular, durante el encierro de la gente, se han visto por la televisión omnipresente en todos los hogares muchas ruedas de prensa con milites gloriosi uniformados y condecorados al lado de los civiles, y se ha oído mucho lenguaje bélico, que nos consideraba a todos como soldados que estábamos en una guerra contra un enemigo invisible que podía agazaparse dentro de cada uno de nosotros mismos.
Se han oído hasta la saciedad, y en boca del mismísimo presidente del gobierno, expresiones como: “esto es una guerra”, “todos somos soldados”, “el virus es el enemigo mortal” , “vamos a ganar” y un largo y lamentable etcétera, que alimenta la retórica de la guerra, lo que acaba justificando los a todas luces escandalosos gastos militares.