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martes, 10 de septiembre de 2024

La lección de un profesor

    Un profesor de Alicante arrancó tres cámaras de videovigilancia, que habían sido colocadas por orden de la dirección del instituto donde impartía clase,  en un arrebato de santa indignación,  sana cólera e ira racional. El profesor, filmado por las propias cámaras que desmontó, fue detenido y pasó una noche en comisaría.


    ¿Cómo es posible que haya cámaras de videovigilancia en los sedicentes centros "educativos"? ¿No tenemos una Ley Orgánica 1/1982 de  grandilocuente Derecho al Honor, la Intimidad y la Propia Imagen que protege especialmente a los menores, benditos sean esos angelitos,  de semejantes atropellos y tropelías orgüelianas propias del estado policial del Gran Hermano, y no hablo del concurso de la telebasura?

    Muy sencillo: Los centros "educativos", aunque se llamen Institutos de Educación Secundaria con rimbombante apelación, no son tales centros educativos, porque no pretenden educar, ni siquiera, más modestamente, enseñar e instruir, como cuando se hablaba  humildemente de centros de Enseñanza -que no Educación- General Básica o de Institutos de Enseñanza Media, sino controlar a la población infantil y juvenil forzosamente escolarizada o recluida, mejor dicho, en ellos.
 

    La dirección justifica la instalación de las cámaras diciendo que se pretendía evitar los robos, y que esta medida había sido decidida y aprobada por los órganos de gobierno colegiados y unipersonales del centro elegidos democráticamente. Se pone como justificación de algo injusto su carácter democrático, decidido por el órgano representativo de una mayoría, como si la mayoría fuese totalidad y como si fuese más legítimo porque lo pide la mayoría. Sin embargo, una elección democrática por muy mayoritaria que sea no tiene por qué ser justa. Es más: Esta no lo es, porque no se ajusta a derecho ni al más común de los sentidos. 
 
    Además, si hay robos es porque hay desigualdad económica, si hay desigualdad económica es porque hay dinero y no hay justicia en la sociedad. La sociedad, por lo tanto, debería procurar que hubiera justicia -y no dinero ni propiedad privada- para que no hubiera robos. Pero ¿cómo va a haber justicia si cuando hay crisis económica, por ejemplo, se destina dinero público de las arcas del Estado a los bancos privados, o sea, a los  ricos usureros que menos lo necesitan?


    En todo caso, el daño que se hace a la libertad es mayor que el que se hace a la propiedad. ¿Quién controla a los controladores? Ya formuló la pregunta Juvenal: quis custodiet ipsos custodes? Y la pregunta sigue flotando en el aire, sin respuesta ninguna que valga.

    La educación debería basarse en la libertad y en la responsabilidad y no en el control ajeno, pero algunos prefieren pagar sofisticados sistemas de videovigilancia y seguridad porque, por muy caros que sean, son más baratos que la ímproba tarea de educar, que además no se sabe muy bien en qué consiste. Preguntémonos socráticamente: ¿Qué es la educación? A ver qué pasa. Al fin y a la postre esos aparatos sólo cuestan dinero, dinero de todos los contribuyentes.
 
     ¡Contribuyentes! ¡Qué palabra más ominosa ésta, pero qué reveladora de que todos estamos contribuyendo democráticamente a que se instalen estas cámaras, y fomentando la vigilancia y el control ajenos en lugar de la libertad y la responsabilidad -y la justicia- para que no sucedan los hechos que se pretenden vigilar y castigar! ¡Cuánto mejor hubiera sido que el dinero –público, no se olvide- que se ha invertido en cámaras que fomentan el voyeurismo y el exhibicionismo se hubiera destinado a la compra de libros, esos objetos tan raros y antiguos que se guardan en las bibliotecas y que ya no lee casi nadie!

    Lejos de considerar la actitud de este profesor una locura extemporánea o un delito, deberíamos todos decidirnos si no a hacer lo mismo so pena de pasar una noche en comisaría, a denunciar y exigir al menos que se retiren las cámaras de vigilancia de nuestros lugares de ocio y de trabajo. Deberíamos aplaudir a ese profesor, que le ha dado una lección a toda la sociedad.

jueves, 9 de noviembre de 2023

En 15 minutos (y II)

    De hecho, ya durante la pandemia aprendimos, confinados como estábamos, lo fácil que era seguir consumiendo y comprando sin salir de casa. Nos lo traían todo a la puerta de nuestro domicilio con una rapidez increíble, lo que facilitaba el confinamiento y el control de las personas. Ahora se habla de que pueden ser no personas, sino drones los repartidores que nos traigan las mercancías al hogar... No hace falta salir de casa para aprovisionarse, ni relacionarse con los proveedores o los demás clientes. Ni siquiera hace falta dinero físico, ya que la transacción se hace digitalmente, lo que favorece el control de nuestro dinero, que se justifica por el interés del Estado en luchar contra el fraude fiscal para evitar que se blanquee dinero. Internet se había convertido de la noche a la mañana, además de ser nuestro adoctrinamiento informativo y de relaciones sociales virtuales,  en el escaparate de la telecompra. 
 
    Ya no les vale solo con poder saber dónde estamos gracias a la geolocalización de nuestro teléfono móvil porque podemos apagarlo o dejarlo en casa, quieren asegurarse de que no salimos de nuestro redil. Ya están instalando cámaras, supuestamente de seguridad, en muchos puntos de las grandes ciudades, cosa que es difícil de tragar, convencido como estoy de que las cámaras son para saber en todo momento dónde vamos y dónde estamos, usando la tecnología de reconocimiento facial, que se basa en el argumento de que la cara y no el culo es el espejo del alma, y poder controlar que no salgamos de la zona confortable de nuestro gueto de cuarto de hora en el que pretenden que vivamos instalados.
 

 
     Recordamos, a poca memoria histórica que tengamos, no lo que hemos vivido, sino lo que nos obligaron a vivir: la prohibición de salir a la calle, el establecimiento de una hora para pasear o hacer deporte saliendo todo quisque a la vez cuando lo lógico era, según su propia lógica ilógica, que hubiera sido todo lo contrario, la obligatoriedad de llevar un bozal aunque uno estuviera en el medio del campo o en una calle vacía (mientras estando sentado en un bar se lo podía uno quitar porque el virus era muy selectivo y ahí no entraba), el mantra de que solo saldríamos de aquello con la llegada de un suero mágico de virtudes maravillosas sin explorar otros tratamientos alternativos, que llegó en un santiamén, preparado como estaba con antelación, cuando cualquiera que tenga más de dos dedos de frente y piense un poco sabe que el desarrollo de una vacuna requiere de un largo período de tiempo, de hasta diez años a veces para poder asegurar que es segura a medio y largo plazo, la insistencia en inocular a toda la población o los ilógicos toques de queda y otras restricciones sin fundamento que nos hicieron creer que eran por nuestro bienestar.
 
    Después de tres años ha quedado más que demostrado que muchas de aquellas normas no solo no fueron eficaces, sino que fueron no sé si ilegales -pues las leyes cambian a conveniencia de los legisladores y gobernantes y por lo tanto lo que ayer era ilegal hoy puede ser legal o viceversa- sino contraproducentes, tanto para nuestra salud como para nuestra economía. 
 
 
    Pues bien, en mi opinión, aquello fue tan solo un experimento para ver el nivel de control al que podía someterse a la población mundial previo adoctrinamiento. Aquello fue solo un ensayo, una prueba para introducir otros grandes cambios consistentes en implantar un totalitarismo, uno de cuyos objetivos es la reducción de la movilidad de las personas y del vehículo privado. Resulta evidente que no se puede garantizar un vehículo personal para cada persona. El parque automovilístico de vehículos de combustibles fósiles, además, necesitaba una reconversión industrial hacia la economía verde o ecológica (greenwashing en la lengua del Imperio), que predica la lucha contra el fetiche del cambio climático.  A los de a pie y pocos recursos sólo les quedan los pies, la bicicleta o el patinete para no salirse del paradigma ecológico que quieren imponernos, mientras que los adinerados podrán viajar a donde quieran con sus vehículos ecológicos y verdes. 
 
    Pero sobre todo el control se desarrolla implantando cámaras y más cámaras callejeras. El alcalde del municipio donde vivo ahora (Villaescusa, que cuenta apenas con cuatro mil habitantes repartidos en cuatro pueblos: La Concha, Liaño, Obregón y Villanueva) nos ha alertado recientemente de la oleada de robos que se están produciendo en el término municipal, y nos invita a los vecinos a que tengamos precaución y cuidado para que no nos roben los amigos de lo ajeno, como dice él, mientras, por su parte, afirma que el consistorio que preside se gastará unos setenta y cino mil euros (75.000) en "cubrir las entradas al municipio mediante dispositivos inteligentes con lecturas de matrículas". Era un proyecto pendiente de acometer desde hace tiempo, según el alcalde, que se agiliza ahora "dados los frecuentes robos". 

Ayuntamiento de Villaescusa

      Esta es la mejor forma de vigilarnos implantando cámaras de entrada y salida, y promoviendo el pago con dinero a través de la tarjeta, más cómodo para todos, efectivamente, porque no tenemos que andarnos con cambios engorrosos, pero más fácil de controlarnos. 
 
    Uno puede equivocarse, desde luego. El nuevo engañabobos de la caja tonta, que se presenta como inteligente aunque artificial, que es internet les hará ver las bondades de lo que en ese momento quieran hacernos tragar, no importa que sea una pandemia, las ciudades de 15 minutos, la necesidad de dejar de usar dinero físico para imponer la moneda digital con la que poder controlar lo que compramos, donde lo compramos o cuándo lo compramos; el cambio climático antropogénico, la necesidad de un Gobierno mundial, la necesidad de un tratado internacional de pandemias liderado por la Organización Mundial de la Salud (organización privada con fondos mayoritariamente privados que aspira a gobernarnos como de hecho hizo durante la pandemia) o la imperiosa necesidad de las ZBE (Zonas de Bajas Emisiones), y de que controlemos nuestra cuota de carbono, haciéndonos responsables a los individuos del pecado de contaminar el planeta.

miércoles, 8 de noviembre de 2023

En quince minutos (I)

    Uno, que ya tiene unas cuantas décadas encima, recuerda -¡vívida memoria!- su infancia en el pueblo en el que vivió. En realidad no se sabía si era un pueblo grande o una ciudad pequeña, porque no estaba clara la diferencia entre 'pueblo' y 'ciudad', dónde acababa el uno y dónde empezaba la otra. Tampoco se sabía si era un pueblo, vamos a decir, o eran dos que se habían juntado en un núcleo urbano, que a falta de nombre propio individual, se denominaba con los dos nombres de los pueblos primigenios unidos o separados, según se mire por un guión.
 
    Ni siquiera había acuerdo en la prelación, si debía decirse Muriedas-Maliaño, o bien, al revés, Maliaño-Muriedas. Parece que al final prevaleció esta última fórmula, y la necesidad de abreviarla hizo que primara el nombre de Maliaño para los dos, relegando al pueblo original de pescadores que fuera Maliaño -se los denominaba cachoneros por dedicarse en tiempos a la pesca del cachón- al nombre de Alto de Maliaño. 
 
    Recuerdo que en mi niñez había muchas discusiones y no había acuerdo en dónde estaba el límite donde acababa uno y dónde comenzaba el otro. Hay quien decía que estaba en el pasillo del Ideal Cinema, que delimitaba a su izquierda lo que era Muriedas y a la derecha lo que era Maliaño. Otros decían que eran las vías del tren...
 
    Pero el viejo cine de mi niñez desapareció arrumbado y derrumbado. Ahora en el solar del viejo cine se levanta un bloque de pisos y en su planta baja una caja de ahorros. La gente no necesita salir de casa para ir al cine, que ha dejado de ser un espectáculo público para privatizarse: lo tienen metido en la caja tonta que es el centro del hogar a través de las plataformas digitales, ni tampoco ir al banco para sacar dinero físico, desde que se ha impuesto el dinero inmaterial y se pueden hacer las compras desde casa.

Ideal Cinema de Maliaño

          Aunque no había manera de saber dónde estaba el límite que separaba a  morcillones de cachoneros, ni si aquello, como queda dicho, era un pueblo grande o una ciudad pequeña, allí uno tenía a mano todo lo que podía necesitar, sin necesidad de coger el trolebús o los trenes que atravesaban el pueblo con sus dobles vías, las estrechas de FEVE o las más anchas de RENFE, para ir a la capital. 
 
    El colegio estaba a menos de cinco minutos andando desde casa. Había un cine, como he dicho, y a su lado una Plaza de Abastos. Había varias ferreterías, papelerías, puestos de chucherías como El Pinar, mercerías, carnicerías, zapaterías, pescaderías, tiendas de ultramarinos y un sinfín de comercios que cubrían todas nuestras necesidades a menos de cinco minutos andando desde casa. Teníamos un mercado un día a la semana, los martes, al que acudían de la región diferentes fruteros, verduleros... a vender sus productos frescos de proximidad o de quilómetro cero como dicen ahora.
 
    No había tantos plásticos y solían envolverte lo que comprabas en papel de estraza. Los vidrios se devolvían. Si querías una cerveza tenías que pagar el casco, a no ser que entregaras uno vacío a cambio, cuyo importe se te devolvía al retornar el envase. Se consumía leche fresca, no pasteurizada, como ahora. 
 
    En definitiva, lo que ahora llaman las ciudades del cuarto de hora o de los quince minutos eran una realidad hace unos cincuenta años en España, donde muchas pequeñas tiendas cubrían las necesidades de la población. Había menos tráfico rodado y aparacamientos de autos por las calles, que eran básicamente peatonales, por lo que los chavales podíamos jugar en ellas: al balón, al escondite o a lo que fuera. Caminábamos a diario de forma rápida y sin necesidad de recorrer media ciudad. 
 
    La vida era muy sencilla, antes de que llegaran los supermercados. Cuando se abrió el primero, algunas pequeñas tiendas se resintieron. Después aparecieron los hipermercados (con prefijo griego hiper- equivalente al latino super-, pero más culto y difícil de entender), en los que se vendía de todo, obligando a muchas pequeñas tiendas, que ya había quedado tocadas, a echar el cierre del candado. Y la cosa empezó a complicarse porque dichos establecimientos ya estaban lejos del núcleo urbano.
 
Cocheras de los trolebuses, Maliaño.
 
     Recuerdo el primero que se abrió, que fue PRYCA, acrónimo de Precio y Calidad, en Peña Castillo, en las afueras de Santander, lejos del núcleo urbano. Era necesario coger el trolebús o usar vehículo particular para ir a hacer allí la compra y cargar con ella. Los precios eran competitivos, mucho más baratos que en las tiendas locales, que fueron perdiendo clientela y quebrando paulatinamente. Aparecieron entonces las grandes superficies comerciales, en las que comenzaron a instalarse franquicias de todo tipo... Los beneficios se acumulaban en pocas manos. Cuando la mayoría de las pequeñas tiendas cerraron, los precios de los super-, hiper-, centros comerciales y grandes superficies, una vez que habían fidelizado a su clientela, empezaron a subir.  
 
    Lo irónico del caso es que nuestros políticos ahora quieren hacernos creer que nos quieren volver a traer las ventajas que en su momento dejaron que desaparecieran para beneficio de las grandes empresas y oligopolios; nos quieren hacer creer que van a crear ciudades de 15 minutos para nuestro beneficio. Podrán engañar a la mayoría de la población, sobre todo a los jóvenes y a todos los que no conocen lo que acabo de contar, pero a los viejos no pueden engañarnos. Me gustaría equivocarme pero esos modelos urbanísticos que quieren imponernos ahora "para nuestro bien", no son para nuestro bienestar. Son para que no tengamos que desplazarnos, sí, y para que permanezcamos  más tiempo en el arresto domiciliario en el que quieren que nos autoconfinemos por nuestra seguridad a fin de poder mejor de ese modo tenernos controlados.