De hecho, ya durante la pandemia aprendimos, confinados como estábamos, lo fácil que era seguir consumiendo y comprando sin salir de casa. Nos lo traían todo a la puerta de nuestro domicilio con una rapidez increíble, lo que facilitaba el confinamiento y el control de las personas. Ahora se habla de que pueden ser no personas, sino drones los repartidores que nos traigan las mercancías al hogar... No hace falta salir de casa para aprovisionarse, ni relacionarse con los proveedores o los demás clientes. Ni siquiera hace falta dinero físico, ya que la transacción se hace digitalmente, lo que favorece el control de nuestro dinero, que se justifica por el interés del Estado en luchar contra el fraude fiscal para evitar que se blanquee dinero. Internet se había convertido de la noche a la mañana, además de ser nuestro adoctrinamiento informativo y de relaciones sociales virtuales, en el escaparate de la telecompra.
Ya no les vale solo con poder saber dónde estamos gracias a la geolocalización de nuestro teléfono móvil porque podemos apagarlo o dejarlo en casa, quieren asegurarse de que no salimos de nuestro redil. Ya están instalando cámaras, supuestamente de seguridad, en muchos puntos de las grandes ciudades, cosa que es difícil de tragar, convencido como estoy de que las cámaras son para saber en todo momento dónde vamos y dónde estamos, usando la tecnología de reconocimiento facial, que se basa en el argumento de que la cara y no el culo es el espejo del alma, y poder controlar que no salgamos de la zona confortable de nuestro gueto de cuarto de hora en el que pretenden que vivamos instalados.
Recordamos, a poca memoria histórica que tengamos, no lo que hemos vivido, sino lo que nos obligaron a vivir: la prohibición de salir a la calle, el establecimiento de una hora para pasear o hacer deporte saliendo todo quisque a la vez cuando lo lógico era, según su propia lógica ilógica, que hubiera sido todo lo contrario, la obligatoriedad de llevar un bozal aunque uno estuviera en el medio del campo o en una calle vacía (mientras estando sentado en un bar se lo podía uno quitar porque el virus era muy selectivo y ahí no entraba), el mantra de que solo saldríamos de aquello con la llegada de un suero mágico de virtudes maravillosas sin explorar otros tratamientos alternativos, que llegó en un santiamén, preparado como estaba con antelación, cuando cualquiera que tenga más de dos dedos de frente y piense un poco sabe que el desarrollo de una vacuna requiere de un largo período de tiempo, de hasta diez años a veces para poder asegurar que es segura a medio y largo plazo, la insistencia en inocular a toda la población o los ilógicos toques de queda y otras restricciones sin fundamento que nos hicieron creer que eran por nuestro bienestar.
Después de tres años ha quedado más que demostrado que muchas de aquellas normas no solo no fueron eficaces, sino que fueron no sé si ilegales -pues las leyes cambian a conveniencia de los legisladores y gobernantes y por lo tanto lo que ayer era ilegal hoy puede ser legal o viceversa- sino contraproducentes, tanto para nuestra salud como para nuestra economía.
Pues bien, en mi opinión, aquello fue tan solo un experimento para ver el nivel de control al que podía someterse a la población mundial previo adoctrinamiento.
Aquello fue solo un ensayo, una prueba para introducir otros grandes cambios consistentes en implantar un totalitarismo, uno de cuyos objetivos es la reducción de la movilidad de las personas y del vehículo privado. Resulta evidente que no se puede garantizar un vehículo personal para cada persona. El parque automovilístico de vehículos de combustibles fósiles, además, necesitaba una reconversión industrial hacia la economía verde o ecológica (greenwashing en la lengua del Imperio), que predica la lucha contra el fetiche del cambio climático. A los de a pie y pocos recursos sólo les quedan los pies, la bicicleta o el patinete para no salirse del paradigma ecológico que quieren imponernos, mientras que los adinerados podrán viajar a donde quieran con sus vehículos ecológicos y verdes.
Pero sobre todo el control se desarrolla implantando cámaras y más cámaras callejeras. El alcalde del municipio donde vivo ahora (Villaescusa, que cuenta apenas con cuatro mil habitantes repartidos en cuatro pueblos: La Concha, Liaño, Obregón y Villanueva) nos ha alertado recientemente de la oleada de robos que se están produciendo en el término municipal, y nos invita a los vecinos a que tengamos precaución y cuidado para que no nos roben los amigos de lo ajeno, como dice él, mientras, por su parte, afirma que el consistorio que preside se gastará unos setenta y cino mil euros (75.000) en "cubrir las entradas al municipio mediante dispositivos inteligentes con lecturas de matrículas". Era un proyecto pendiente de acometer desde hace tiempo, según el alcalde, que se agiliza ahora "dados los frecuentes robos".
Esta es la mejor forma de vigilarnos implantando cámaras de entrada y salida, y promoviendo el pago con dinero a través de la tarjeta, más cómodo para todos, efectivamente, porque no tenemos que andarnos con cambios engorrosos, pero más fácil de controlarnos.
Uno puede equivocarse, desde luego. El nuevo engañabobos de la caja tonta, que se presenta como inteligente aunque artificial, que es internet les hará ver las bondades de lo que en ese momento quieran hacernos tragar, no importa que sea una pandemia, las ciudades de 15 minutos, la necesidad de dejar de usar dinero físico para imponer la moneda digital con la que poder controlar lo que compramos, donde lo compramos o cuándo lo compramos; el cambio climático antropogénico, la necesidad de un Gobierno mundial, la necesidad de un tratado internacional de pandemias liderado por la Organización Mundial de la Salud (organización privada con fondos mayoritariamente privados que aspira a gobernarnos como de hecho hizo durante la pandemia) o la imperiosa necesidad de las ZBE (Zonas de Bajas Emisiones), y de que controlemos nuestra cuota de carbono, haciéndonos responsables a los individuos del pecado de contaminar el planeta.