Uno, que ya tiene unas cuantas décadas encima, recuerda -¡vívida memoria!- su infancia en el pueblo en el que vivió. En realidad no se sabía si era un pueblo grande o una ciudad pequeña, porque no estaba clara la diferencia entre 'pueblo' y 'ciudad', dónde acababa el uno y dónde empezaba la otra. Tampoco se sabía si era un pueblo, vamos a decir, o eran dos que se habían juntado en un núcleo urbano, que a falta de nombre propio individual, se denominaba con los dos nombres de los pueblos primigenios unidos o separados, según se mire por un guión.
Ni siquiera había acuerdo en la prelación, si debía decirse Muriedas-Maliaño, o bien, al revés, Maliaño-Muriedas. Parece que al final prevaleció esta última fórmula, y la necesidad de abreviarla hizo que primara el nombre de Maliaño para los dos, relegando al pueblo original de pescadores que fuera Maliaño -se los denominaba cachoneros por dedicarse en tiempos a la pesca del cachón- al nombre de Alto de Maliaño.
Recuerdo que en mi niñez había muchas discusiones y no había acuerdo en dónde estaba el límite donde acababa uno y dónde comenzaba el otro. Hay quien decía que estaba en el pasillo del Ideal Cinema, que delimitaba a su izquierda lo que era Muriedas y a la derecha lo que era Maliaño. Otros decían que eran las vías del tren...
Pero el viejo cine de mi niñez desapareció arrumbado y derrumbado. Ahora en el solar del viejo cine se levanta un bloque de pisos y en su planta baja una caja de ahorros. La gente no necesita salir de casa para ir al cine, que ha dejado de ser un espectáculo público para privatizarse: lo tienen metido en la caja tonta que es el centro del hogar a través de las plataformas digitales, ni tampoco ir al banco para sacar dinero físico, desde que se ha impuesto el dinero inmaterial y se pueden hacer las compras desde casa.
Aunque no había manera de saber dónde estaba el límite que separaba a morcillones de cachoneros, ni si aquello, como queda dicho, era un pueblo grande o una ciudad pequeña, allí uno tenía a mano todo lo que podía necesitar, sin necesidad de coger el trolebús o los trenes que atravesaban el pueblo con sus dobles vías, las estrechas de FEVE o las más anchas de RENFE, para ir a la capital.
El colegio estaba a menos de cinco minutos andando desde casa. Había un cine, como he dicho, y a su lado una Plaza de Abastos. Había varias ferreterías, papelerías, puestos de chucherías como El Pinar, mercerías, carnicerías, zapaterías, pescaderías, tiendas de ultramarinos y un sinfín de comercios que cubrían todas nuestras necesidades a menos de cinco minutos andando desde casa. Teníamos un mercado un día a la semana, los martes, al que acudían de la región diferentes fruteros, verduleros... a vender sus productos frescos de proximidad o de quilómetro cero como dicen ahora.
No había tantos plásticos y solían envolverte lo que comprabas en papel de estraza. Los vidrios se devolvían. Si querías una cerveza tenías que pagar el casco, a no ser que entregaras uno vacío a cambio, cuyo importe se te devolvía al retornar el envase. Se consumía leche fresca, no pasteurizada, como ahora.
En definitiva, lo que ahora llaman las ciudades del cuarto de hora o de los quince minutos eran una realidad hace unos cincuenta años en España, donde muchas pequeñas tiendas cubrían las necesidades de la población. Había menos tráfico rodado y aparacamientos de autos por las calles, que eran básicamente peatonales, por lo que los chavales podíamos jugar en ellas: al balón, al escondite o a lo que fuera. Caminábamos a diario de forma rápida y sin necesidad de recorrer media ciudad.
La vida era muy sencilla, antes de que llegaran los supermercados. Cuando se abrió el primero, algunas pequeñas tiendas se resintieron. Después aparecieron los hipermercados (con prefijo griego hiper- equivalente al latino super-, pero más culto y difícil de entender), en los que se vendía de todo, obligando a muchas pequeñas tiendas, que ya había quedado tocadas, a echar el cierre del candado. Y la cosa empezó a complicarse porque dichos establecimientos ya estaban lejos del núcleo urbano.
Recuerdo el primero que se abrió, que fue PRYCA, acrónimo de Precio y Calidad, en Peña Castillo, en las afueras de Santander, lejos del núcleo urbano. Era necesario coger el trolebús o usar vehículo particular para ir a hacer allí la compra y cargar con ella. Los precios eran competitivos, mucho más baratos que en las tiendas locales, que fueron perdiendo clientela y quebrando paulatinamente. Aparecieron entonces las grandes superficies comerciales, en las que
comenzaron a instalarse franquicias de todo tipo... Los beneficios se acumulaban en pocas manos.
Cuando la mayoría de las pequeñas tiendas cerraron, los precios de los super-, hiper-, centros comerciales y grandes superficies, una vez que habían fidelizado a su clientela, empezaron a subir.
Lo irónico del caso es que nuestros políticos ahora quieren hacernos creer que nos quieren volver a traer las ventajas que en su momento dejaron que desaparecieran para beneficio de las grandes empresas y oligopolios; nos quieren hacer creer que van a crear ciudades de 15 minutos para nuestro beneficio. Podrán engañar a la mayoría de la población, sobre todo a los jóvenes y a todos los que no conocen lo que acabo de contar, pero a los viejos no pueden engañarnos. Me gustaría equivocarme pero esos modelos urbanísticos que quieren imponernos ahora "para nuestro bien", no son para nuestro bienestar. Son para que no tengamos que desplazarnos, sí, y para que permanezcamos más tiempo en el arresto domiciliario en el que quieren que nos autoconfinemos por nuestra seguridad a fin de poder mejor de ese modo tenernos controlados.