¿Hay
dinero falso? ¿Se puede falsificar el dinero? No es una
pregunta fácil de responder, porque lo primero que habría que
desmentir es la dicotomía verdadero/falso aplicada al dinero con la
que le otorgamos credibilidad, cuando en realidad todo el dinero que
circula en el mundo, aunque de curso legal, es intrínsecamente falso.
Lo
mismo sucede con la creación de un “banco malo”,
impulsada por los gobiernos. Crean un banco malo para que creamos
que las entidades bancarias que hay son bondadosas y desinteresadas
hermanitas de la caridad.
Asimismo,
la utilización de la expresión “mercado negro” conlleva
una petición de principio: se presupone que frente al “mercado
negro” existiría un “mercado blanco”, con las
connotaciones de bondad, pureza y limpieza asociadas generalmente a
este color. Sucede lo mismo con la expresión blanquear dinero. Del mismo modo cuando se habla de comercio justo se
está justificando el comercio en último extremo.
Preguntémonos
qué es lo que se blanquea cuando hablamos de blanquear dinero negro.
Más que el dinero en sí, parece que la “negrura” se le
contagia al vil metal por la ilegalidad de la mercancía o por el
fraude de la transacción económica realizada, cuando en verdad
esta otra dicotomía maniquea blanco/negro lo que hace es ocultar la
realidad. Es como si se quisiera dar a entender que el dinero, el
mercado, los bancos, el comercio son medios inocentes de los que se
puede hacer un uso bueno o malo, que dependería de los usuarios, es
decir, de las personas, y no es así. Cualquier uso financiero que se haga es
intrínsecamente malicioso.
Nuestro
dinero sólo vale algo porque aceptamos que valga algo y que cuente.
Dejaría de existir si no creyéramos en él, es decir, si no lo
aceptásemos como medio de pago y endeudamiento. La cuestión se basa
en la confianza que todos tenemos de que no ya con los billetes y
las monedas, que no son más que calderilla barata, sino con el
número de nuestra tarjeta de crédito/débito o simplemente con
nuestra firma estampada en un cheque vamos a conseguir adquirir
bienes y servicios. Las cosas no son así: con dinero no se puede
comprar ninguna cosa buena, nada bueno, sólo sustitutos, simulacros,
sucedáneos de las cosas buenas de verdad. El dinero reduce las cosas a
futuro, y el futuro es un objeto de fe, un trampantojo que nos obnubila y esclaviza.
¡Cómo
cambian los tiempos! Hablar de dinero, que antes se consideraba un
síntoma de mala educación, que se evitaba pudorosamente en las
conversaciones, es ahora
objeto de la Educación Secundaria Obligatoria, y se llama fomento del
espíritu financiero, económico, empresarial o, más neutro
aparentemente,
emprendedor, y se incluye como asignatura troncal en el Bachillerato
de Ciencias Sociales y de Humanidades con una formulación matemática y
una jerga pseudocientífica y especializada que lo único que pretende es
que no haya Dios ni Cristo que entienda sus manejos.
¿Qué
da valor al dinero? Buena pregunta. La fe que tenemos depositada en
él, una fe expresada numéricamente en forma de crédito. La nueva
moneda no es una moneda física o real porque el dinero ya no es
material, concreto, sino espiritual, virtual e ideal, abstracto, una especie de contrato que
establecen los estados con las instituciones bancarias nacionales e
internacionales. ¿En qué consiste ese contrato nupcial entre el
Estado y el Capital?
El atracador, el banco, viñeta de Forges.
Los
bancos crean el dinero y se lo “venden” a los estados a cambio de
más dinero. Estado y Capital se lo venden a sus clientes y súbditos,
que se endeudan de por vida, deuda que asegura la hegemonía de los
grupos financieros y de los poderes político-económicos. El
dinero, creado por los bancos ex nihilo, sin correspondencia con
ningún recurso o riqueza material, es utilizado por los estados a
cambio de una deuda aplicada con interés; el “nuevo dinero”
creado de la nada adquiere valor a partir del previamente
existente, que deberá forzosamente someterse a inflación; del
latín inflatio,
es la acción y el efecto de inflar: hinchazón sería un sinónimo,
y una imagen gráfica: la de un globo inflado que se eleva como el
alza sostenida de los precios al consumo. La
población hace frente al pago de esa deuda trabajando como puta tras rastrojo, de modo que
la deuda, la inflación y la esclavitud humana en forma de
trabajo asalariado quedan garantizados indefinidamente sine die.
Los grupos financieros
dan sentido y razón de ser a la clase política que, respaldada
mejor que elegida democráticamente por la mayoría de la población,
que nunca por la totalidad, porque la mayoría no somos todos, se
encargará de aprobar leyes, regulaciones económicas, declarar
guerras so pretexto de misiones humanitarias de defensa de la
democracia y de los derechos humanos y de lucha contra el terrorismo o contra el virus,
y –en definitiva- “tomar las medidas” que perpetúen el sistema.
La
gente se ve así forzada a trabajar para sobrevivir -no hablemos de
vida, sino de supervivencia- porque estamos trocando nuestras
posibilidades vitales por futuro, esa entelequia inalcanzable como el
horizonte siempre lejano, que, cuando creemos haber conquistado, se
nos escapa, y se convierte en un espejismo que vamos dejando atrás,
por futuro, es decir, por dinero, que es deuda, una deuda que hay que
satisfacer porque Dios, que es el propio Dinero, nuestro Padre
Celestial, ya no perdona nuestras deudas “como nosotros perdonamos
a nuestros deudores”, como le rezábamos antes en el Padrenuestro,
sino que exige su satisfacción inmediata so pena de embargo y de
desahucio decretados por el poder judicial del Estado a su servicio.
¿Con qué se engaña a
la gente en la trampa del dinero? ¡Con más dinero! El aumento del
poder adquisitivo hace que la gente firme el contrato con el sistema
monetario y solicite un préstamo, ignorante de que ese contrato es
su condena al futuro, es decir, la sentencia de su muerte.
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