domingo, 7 de junio de 2020

Del éxito del confinamiento o encierro de la gente

Hasta ahora habíamos oído hablar de dos medidas sanitarias ante las enfermedades infecciosas: aislamiento de pacientes para no contagiar a personas sanas,  y cuarentena, que es la separación cautelar de quienes proceden de áreas infectadas para comprobar si están enfermos o sanos. 

En el año 2020, y por primera vez en la historia de la humanidad y los anales de la medicina, hemos asistido a la introducción de un nuevo término en nuestro vocabulario y a la imposición de una realidad inédita en nuestra agenda: el confinamiento (confinement en inglés;  también llamado en lenguaje llano y castellano: encierro de la gente, lockdown en la lengua del Imperio). Toda la población permanece bajo “arresto domiciliario en libertad condicional”, independientemente de si están sanos, enfermos o expuestos a alguna enfermedad. No se trata de una medida médica, sino política y policial, camuflada como sanitaria y saludable, que quede claro.

De hecho el diccionario de la RAE define confinamiento, como era de esperar, como acción y efecto de confinar y confinar, aparte de como sinónimo de lindar, que ahora no nos interesa, como Desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria. Y también como Recluir algo o a alguien dentro de límites. Y más aún: Pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio.

Hasta ahora no se había usado ese vocablo con el nuevo significado, según tengo entendido, excepto en un tratado de antropología de Lorna A. Rhodes publicado por primera vez en 2004 por la California University Press y titulado en la lengua del Imperio: "Total Confinement: Madness and Reason in the Maximum Security Prison", lo que en la nuestra sería: Confinamiento total: Locura y Razón en la Prisión de Máxima Seguridad,  donde se analizaba la vida de los reclusos dentro de los muros de una prisión de máxima seguridad estadounidense y los problemas de las condiciones de vida y el tratamiento de los enfermos mentales en las cárceles bajo una tecnología cada vez más sofisticada de aislamiento y vigilancia. 


Si esta medida de “¿salud pública?”, entre comillas y con signos de interrogación, se ha llevado a cabo en casi todo el entero mundo durante esta primavera, habría que averiguar la razón, y la razón parece que ha sido, a primera vista, el miedo rayano en el pánico total de la población amedrentada por la televisión y la decisión irresponsable de los gobiernos de seguir las instrucciones de los “¿expertos?” -doctores tiene la Santa Madre Iglesia- de la Organización Mundial de la Salud y del Imperial College londinense. 

El Presidente del Gobierno de las Españas ha declarado a propósito del confinamiento impuesto en nuestras tierras desde el 14 de marzo lo siguiente: "Asumimos uno de los confinamientos más estrictos de Europa y Occidente; el más estricto". Y ha añadido: "Ha sido tremendamente duro, pero también tremendamente eficaz. Hoy estamos ya francamente mejor, saliendo del túnel".


El Presidente ha asegurado en sede parlamentaria cual falso profeta que si no se hubiera decretado el Estado de Alarma y el consiguiente confinamiento (o encierro de la gente, ya decimos nosotros con expresión más castiza), España habría sufrido "30 millones de contagiados, 300.000 muertos y el colapso total del sistema sanitario". Daba así por hecho, en realidad por supuesto, algo que no había sucedido pero que, esgrimido como dato real, venía a justificar las medidas draconianas aplicadas, lo cual no es cierto ni razonable. No es ciencia, sino ciencia-ficción. Es pura y ciega fe contrafactual basada no en hechos empíricos y verificables sino en improbables cálculos probabilísticos de astrología y futurología.

Nuestro encierro nacional ha sido “tremendamente duro” como reconoce el Presidente, de eso no cabe ninguna duda. Ahora bien, cuando afirma que “ha sido un éxito” tremendamente eficaz, la palabra “éxito” no deja de resonarme a mí en su boca sarcásticamente en el sentido médico de exitus letalis o salida mortal. 


Ni la Organización Mundial de la Salud ni el Imperial College londinense ni Dios mismo todopoderoso y omnisciente puede saber lo que habría pasado si no se hubiera hecho lo que se ha hecho porque eso pertenece al futuro, y el futuro se teme o se desea, pero nunca se sabe. El futuro, que es tierra de nadie, no se sabe nunca hasta que deja de serlo y ha pasado. 

I can't breathe (No puedo respirar)

Y lo que ha pasado es que, dándole la vuelta al argumento, gracias (y pese) al confinamiento hemos tenido las muertes que hemos tenido. No está muy claro de ninguna de las maneras, sin embargo, si los fallecidos eran víctimas DE virus coronado o CON virus coronado. Es decir si la causa del óbito ha sido el virus y no su avanzada edad, muerte natural,  u otras  patologías, como llaman ahora a las enfermedades, subyacentes.



Nos han invitado a dejar de vivir para así poder salvaguardar, paradójicamente, la vida, y ahora nos invitan a dejar de razonar para poder conservar de esa forma la cordura. ¿Qué podemos hacer? Cuestionemos no la realidad, cuya existencia nadie niega, sino la verdad de la pandemia, y atrevámonos a decir, como el niño aquel del cuento, que el emperador está desnudo.



Veamos las cosas al revés de cómo nos las presentan, porque en política, y, ya se sabe, todo es política en esta vida, los medios, como advirtió Albert Camus contradiciendo a Maquiavelo,  justifican el fin y no a la inversa. Los medios son, en realidad, los fines, que llevan inscritos en sí mismos. Nos hacen creer que las medidas contra el virus coronado eran el medio y que el fin era combatir la grave enfermedad que no nos deja respirar. Sospechemos lo contrario: que la grave enfermedad respiratoria, presentada como una plaga apocalíptica que anunciaba el fin del mundo, era el pretexto (la justificación que han esgrimido en este caso prácticamente todos los gobiernos del mundo), y el fin era implementar, como dicen ellos, los protocolos y unas medidas que no son sanitarias, sino políticas y policiales, es decir, cuyo fin no era otro más que el control policial y político de la población mundial, por si acaso no estuviera ya suficientemente controlada. 

No se está alimentando aquí ninguna teoría de la conspiración de las muchas que circulan, sino, en todo caso, la conspiración de la teoría contra las prácticas y hábitos autoritarios que están llevando a cabo nuestros gobiernos, que quizá no han planificado conscientemente, pero que han  emergido automáticamente como resultado del ejercicio del poder. 

Se necesitaba un enemigo, como señaló Giorgio Agamben, porque el terrorismo basado en el miedo de que te estallara una bomba delante de las narices ya no amedrentaba a casi nadie. Hacía falta un enemigo poderoso que pudiera aterrorizar hasta a los propios terroristas. Y como enemigo, nada comparable a un virus invisible y ubicuo, como Dios mismo: el adversario perfecto omnipresente.

Si todos, tirios y troyanos, tenemos un mismo y común enemigo, que no reside sólo en los otros, sino que puede agazaparse dentro de nosotros mismos sin saberlo y a nuestro pesar; si todos creemos en lo mismo, estamos alimentando el fanatismo de una nueva fe religiosa y universal por encima de todas las religiones al uso, que dividen a las poblaciones. El enemigo es el virus coronado, encarnación del Mal, mucho más efectivo que la vieja peste bubónica, y su contrario es la medicina, la ciencia, el Estado, que es el Bien,  que vela más que nosotros mismos por nuestra salud pública y privada. 




¿Hará falta recordar a los citados "¿expertos?", por citar algunos datos científicos de esos que ellos  manejan, que el virus de la gripe mata anualmente a 650.000 personas en el mundo y que la tuberculosis, que figura entre las diez primeras causas de fallecimiento en el planeta y que es mucho más contagiosa (un paciente no tratado puede contagiar de 10 a 15 personas), causa diez millones y pico de casos y mata casi a dos millones de personas? Sí, es menester recordarlo, porque en estos casos no se hablaba de crisis ni emergencia sanitaria. 

El anuncio del Ministerio de Sanidad del Gobierno de las Españas del 1 de junio de que era el primer día sin muertos por el virus coronado  desde que estalló la crisis sanitaria no demuestra que se haya “aplanado” la curva epidémica gracias al encierro de la gente, ni, mucho menos, que se haya erradicado la muerte de nuestra sufrida piel de toro. Resulta sarcástico porque, pese al confinamiento, no ha dejado de morirse la gente, de vieja, como suele decirse, o por causas naturales,  o por otras “patologías” como dicen ahora en vez de “enfermedades”, que es palabra más castiza y popular. 


 Jardín de la muerte, Hugo Simberg (1896)

Si sopesamos en una balanza los pros y los contras del encierro ¿qué pesa más? ¿Los supuestos beneficios de haber evitado miles de muertes que no sabemos, porque están en el aire de las suposiciones, o las consecuencias sobrevenidas de depresiones, enfermedades mentales, miedo a salir a la calle, a respirar sin mascarilla,  a contagiar a los seres queridos, y, en último término, a morir? ¿No habrá sido peor el remedio, como dice la gente con muchísima razón, que la enfermedad respiratoria?

La mayoría de los países del mundo, aunque afortunadamente no todos, han tomado, mal asesorados por los "¿expertos?", medidas desproporcionadas y seguido ciegamente las recomendaciones de la OMS confinando a sus poblaciones. Los medios han alimentado igualmente el terror y la psicosis achacando al peligrosísimo virus coronario una alta mortandad, que es palabra más nuestra que mortalidad, cuando ese no es el caso en absoluto. A la vista de lo que está pasado y después del precedente de la gripe porcina de 2009, ¿se puede confiar en la OMS y seguir todas sus recomendaciones? La respuesta parece muy clara: no. Obviamente.

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