A raíz de la pandemia se han suprimido en España, por lo que yo sé y hasta fecha de hoy mismo, las clases presenciales en los centros de enseñanza, que se han cerrado de golpe y sopetón a cal y canto. Pero la Escuela se ha reinventado sobre la marcha enseguida y ha pasado del confinamiento de los jóvenes en las (j)aulas a meterles estas en casa, donde están igualmente recluidos bajo confinamiento.
Las (j)aulas son ahora virtuales, pero como decía aquel cantar "aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión". Son ahora virtuales, sí, pero no porque hayan desaparecido o corran peligro de desaparecer, sean imaginarias y estén en vías de extinción, sino porque han entrado, igual que el teletrabajo, en casa y el hogar, en la vida privada del recinto familiar.
Las (j)aulas son ahora virtuales, pero como decía aquel cantar "aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión". Son ahora virtuales, sí, pero no porque hayan desaparecido o corran peligro de desaparecer, sean imaginarias y estén en vías de extinción, sino porque han entrado, igual que el teletrabajo, en casa y el hogar, en la vida privada del recinto familiar.
Así como algunos trabajos, en efecto, relacionados con la administración del Estado y de las empresas se han convertido en teletrabajos, la Escuela se ha transformado en telescuela, docencia telemática, con un aumento considerable de carga lectiva y de horario delante de la pantalla del ordenador, de la tableta o del móvil tanto de profesores como de alumnos.
La posición autoritaria y evaluadora del profesor no se ha visto mermada, antes al contrario; se ha reforzado telematizándose.
Se habla ya de establecer de iure algo que ya está establecido de facto: la implantación de un sistema mixto que combine la educación presencial con la educación en línea (on line, en la lengua del Imperio), alternándola.
Esto complica sobre todo la tarea de los profesores, forzados a trabajar de forma presencial, como siempre, con un grupo reducido de alumnos en clase, la mitad de la clase -se habla de un tope de quince alumnos-, por ejemplo, para evitar contagios, y a trabajar al mismo tiempo telemáticamente con la otra mitad para los que ese día les tocó quedarse en casa, duplicando su jornada laboral e introduciéndola más en el ámbito de la vida privada de los propios profesores, que ven así incrementados sus horarios y trabajo sin que ello suponga un incremento de salario.
Parece, por otra parte, que son pocos los niños (algunos lo cifran en menos de un 15%) los que todavía no tienen acceso a la Red Informática Mundial (World Wide Web en la lengua del Imperio). Esta cifra puede ser algo superior, pero eso no impide la impartición telemática a la mayoría conectada, que ya es un hecho. Además, desde hace tiempo, las administraciones educativas tratan de que ningún alumno se quede atrás, desconectado, por no tener acceso a las Tecnologías de la Información y la Comunicación, las famosas TIC, porque según la monserga de la jerga pedodemagógica y su verborrea al uso eso “sería un elemento de quiebra de la equidad, de la igualdad de oportunidades y de la exclusión” (sic).
El problema práctico que se plantea para el próximo curso que se nos echa encima, pues está claro que los cursos no van a dejar de caerles encima uno detrás de otro a las nuevas generaciones, puede resolverse con soluciones altruistas de préstamo por el propio centro educativo o por las administraciones del Estado, suministrándoles la conexión que ahora les falta a esa minoría “desfavorecida” afectada por la “brecha digital”.
Los pedagogos más optimistas se frotan las manos y apuntan a que de esta crisis puede salir algo bueno, como el refuerzo -cómo no- el propio sistema educativo, y que la pandemia puede ser el catalizador que impulse por fin la transformación de todo un sistema de enseñanza anclado en el pasado y obsoleto, basado en la memorización, en otro auténticamente "educativo", cimentado en el adoctrinamiento y en la adquisición de las mágicas (in)competencias. Que Dios nos coja confesados.
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