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domingo, 5 de octubre de 2025

Crónica de cosas que pasan (1)

Bendiciendo un témpano de hielo. Su Santidad el Vicario de Cristo, el new Pope, bendice un bloque de hielo de más de veinte mil años de antigüedad procedente de un fiordo groenlandés que se estaba derritiendo en el océano tras desprenderse del manto glacial. Pretendía el Sumo Pontífice con ese gesto concienciar al mundo en general y a los feligreses en particular sobre la gravedad de la doctrina fideísta del cambio climático. Curiosa la paradoja, el Papa critica a los escépticos climáticos mientras bendice un témpano de hielo.
 
Estas fueron las palabras en la lengua del Imperio, ni siquiera en latín que era, como Dios manda, la lengua oficial de la Iglesia, del Obispo de Roma, un nuevo Papa que sigue la estela de su predecesor, preocupado por la teología del calentamiento planetario que está rompiendo el hielo del glaciar: “Lord of Life, bless this water, may it awaken our hearts, cleanse our indifference, soothe our grief, and renew our hope through Christ, our Lord. Amen”, o sea, en román paladino con que la gente de por aquí fabla con so vecino: 'Señor de la Vida, bendice esta agua, que despierte nuestros corazones, purifique nuestra indiferencia, calme nuestro dolor y renueve nuestra esperanza a través de Cristo, nuestro Señor. Amén'. 
  
Abogaba el Sumo Pontífice por la conversión ecológica y animaba con el simbolismo de su gesto a concienciar a la sociedad para que presione a sus gobiernos de cara a desarrollar 'normativas más estrictas' en orden a procurar la salvación no ya de nuestras almas, como antaño, sino del planeta, que es objetivo menos individual y más noble, santo y colectivo. 
 
La Iglesia Católica, Apostólica y Romana pone en el apogeo de su climaterio la religión al servicio de la nueva fe climatológica, sustituyendo el simbolismo de la cruz por el termómetro del calentamiento global y bendiciendo el hielo que se derrite y exige, según la nueva religión to develop and implement more rigorous regulations, procedures and controls”, para entenderlo mejor: desarrollar e implementar más rigurosas regulaciones, procedimientos y controles, en definitiva, lo dicho: más estrictas normativas. 
 
Pornografía infantil: Algo tenía la mítica portada de la banda roquera mugrienta y desaliñada Nirvana de su exitoso álbum que se vendió como rosquillas Nevermind de 1991 que sigue levantando ampollas: la fotografía de un bebé desnudo, con el pitilín al aire, nadando hacia un billete de un dólar prendido como cebo de un anzuelo. El caso es que el bebé retratado como Dios lo trajo al mundo, que ahora tiene treinta y cuatro años, demandó hace cuatro años a lo que queda de la banda -su cantante se suicidó-, al fotógrafo y a su sello discográfico acusándolos de explotación sexual por publicar su imagen en la portada del disco, causándole continuos daños y quebrantos personales. El caso fue desestimado. 
 
El interesado volvió a recurrir, y un juez federal acaba de volver ahora a desestimar la demanda tras determinar que esa foto no es pornografía infantil, aparte del hecho de que el demandante estaba desnudo en la portada del álbum, lo que tiene más que ver con la típica foto familiar de un niño desnudo bañándose que con el porno duro. 
  
La familia del niño cobró solo 200 dólares por la famosa fotografía del pequeño, pero el fotógrafo tampoco cobró más de 1.000 dólares, ya que, por aquel entonces, Nirvana era una banda desconocida para gran parte del público. Para conmemorar el décimo aniversario de publicación del disco, el niño, que reconoció que le atormentaba que lo vieran como una de las mayores estrellas porno del mundo, volvió a posar esta vez con bañador. 
 
Lo gracioso es que el niño, que ya es un hombretón, lleva treinta y cuatro años intentando pillar el dichoso billete con sus demandas judiciales. La auténtica pornografía, sin embargo, no es nadar desnudos como Dios nos trajo al mundo  o con bañador, sino que todos vayamos en pos del billete del anzuelo para de peces libres en la mar serena pasar a convertirnos en pescados.

sábado, 22 de febrero de 2020

Pederotismo o pedopornografía, el caso Marzella

Marzella pronto cumplirá ciento once años en el Museo Moderno de Estocolmo. Cuando Kirchner (1880-1938), la pinta desnuda en este retrato, sólo contaba nueve años. Es más que una obra del expresionismo alemán, emblemática del grupo Die Brücke, el puente,  una muestra del arte degenerado según el nazionalsocialismo hitleriano. 

Su verdadero nombre era Liza Franziska Fehrman y el apelativo de Marzella o Franzi es apodo cariñoso por su edad y proximidad al artista. Ella, la Lolita que nos mira desde la pared del museo es, según los críticos de arte, más que el objeto de la mirada masculina el sujeto, a pesar de su desnudez, que objetiviza nuestra mirada. 

Marzella,  Ernest Ludwig Kirchner (1909)

Nos mira, como la Medusa mitológica, y nos convierte en piedra: nos deja petrificados. Es una putilla barata que ha vendido su virginidad, o sea, la honra: sus labios y sus uñas están pintados de un rojo chillón. 

Sería muy provocador decir que la Marzella de Kirchner es pedopornografía, es decir, pornografía infantil. Sería, acaso, una monstruosidad, porque es arte, erotismo, no pornografía, en todo caso. Pero eso, si nos ponemos a discutir la diferencia entre ambos conceptos, sólo afecta al precio de la obra: mucho más cara cuanto más erótica y menos pornográfica, y mucho más artística cuanto menos cruda y procaz. 

Hay un tabú muy fuerte que roza la histeria sobre el sexo con menores de edad que nadie osa romper. Las leyes y la opinión pública se muestran unánimes en la reprobación de las relaciones sexuales de adultos con infantes, negando cualquier autonomía al preadolescente, y retrasando su emancipación hasta la mayoría de edad establecida por las leyes a los dieciocho años.

Y ese tabú se acrecienta en el caso de la prostitución infantil. Escandaliza que haya niñas prostitutas, y no escandaliza tanto que haya prostitución, porque aceptamos la existencia del dinero, que es lo que nos prostituye, como un mal necesario, corroborando así la necesidad del mal. Lo mismo sucede con el trabajo infantil. Lo que nos parece aceptable en los adultos (la prostitución, el trabajo asalariado) nos resulta intolerable aplicado a los menores de edad, porque queremos preservar una infancia inocente y pura.

Marzella, que pronto cumplirá ciento once años, se ríe de nosotros piadosa- e impúdicamente desnuda.