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lunes, 2 de marzo de 2020

El sueño de Asfalión

Cuenta Teócrito de Siracusa, o, si no fue él, a él se le ha atribuido la historia, que dos viejos pescadores muy pobres compartían una humilde choza a la vera del mar donde guardaban sus escasas pertenencias y los aparejos de la pesca. Uno de ellos, llamado Asfalión, se despertaba siempre en plena noche varias veces porque no lograba conciliar el sueño, atormentado por constantes pesadillas e inquietudes. Aunque era verano y las noches estivales eran cortas, a él se le hacían sin fin, interminables. Un sueño recurrente le asaltaba cada vez que los párpados se le cerraban. Soñaba que echaba al mar el anzuelo con el cebo desde una roca y que de pronto picaba un gran pez resplandeciente y brillante como un sol. Tras no pocos esfuerzos, lograba sacarlo y resultaba ser un pez de oro macizo digno del mismísimo Posidón, dios y señor de todos los océanos, que guardaba en el fondo del mar todos los tesoros de cientos de navíos hundidos, o una joya del ajuar de su cónyuge Anfitrite. 


La alegría de Asfalión era inmensa, porque se veía de repente inmensamente rico, como el rey Midas, que todo lo que tocaba lo convertía en oro, el noble metal de una pureza extraordinaria que no admitía mixtura ni corrupción ni podía ser falsificado. Juraba entonces solemnemente no volver a pescar más; y en ese mismo instante despertaba. 

Había comprendido que su sueño, el sueño de todo pescador, era verse libre de la pesca, como el sueño o expresión del deseo de todo trabajador es librarse del trabajo, y que gracias al pez de oro que había pescado quizá lo lograría... Le contó el sueño a su amigo, a fin de recabar su opinión, preocupado como estaba por si debía mantener la promesa que se había hecho a sí mismo en el curso de su sueño. Su compañero interpretó que el juramento no tenía ningún valor, igual que el pez de oro que había soñado, y que era mentira e ilusión,  un pez falso como la falsa moneda(1), por lo que más le valía echar la caña al mar como todas las mañanas y pescar un pez corriente y moliente, carnal, con sus espinas y escamas, que ese era el mayor tesoro del fondo marino, y olvidarse del oro y sus riquezas si quería llevarse algo a la boca a la hora del almuerzo. 

(1) Las primeras monedas fueron acuñadas en el antiguo reino de la Lidia. Pero enseguida comenzaron a proliferar las falsificaciones. Para detectarlas se utilizó la llamada piedra de toque, piedra de Lidia o lidita, un jaspe de color negro que servía para distinguir el oro verdadero y no confundirlo con el falso. La moneda falsa, hecha con plomo, tenía un baño dorado que imitaba al oro puro y de ley de veinticuatro quilates, que a simple vista confundía. Rayándola con la piedra de toque y echando un ácido se revelaba enseguida la falsedad de la moneda. 

En nuestra época moderna y contemporánea apenas circulan ya monedas ni billetes, lo que se llama dinero metálico o efectivo. El dinero material está en vías de extinción, si no ha desaparecido ya. La piedra de toque en nuestros días no puede ser otra que la inteligencia que dé razón a lo que todos sentimos en nuestro corazón.  ¿De qué podría servirnos la piedra de Lidia aquí y ahora si no es para denunciar la falsedad, que todos sospechábamos en nuestro fuero interno, de todas las monedas y billetes de banco tanto falsos como verdaderos, que circulan por el mundo todavía, y de todo el inmenso caudal de dinero inmaterial, no por espiritual menos real que el otro, el físico y tangible? 


"Los hombres tienen una piedra de toque con la que probar el oro, pero el oro es la piedra de toque con la que probar a los hombres", escribió el clérigo e historiador británico Thomas Fuller en el siglo XVII y en la lengua del imperio haciendo un significativo juego de palabras: ("Men have a touchstone whereby to try gold, but gold is the touchstone whereby to try men"). 

Los hombres no deberían preferir, como suelen hacer, el oro a las cosas adquiridas con él, porque las cosas, incluidas todas las personas en ese común denominador, siempre valdrán más que el oro, por muy pobres y humildes que sean, porque el oro no deja de ser un valor de cambio, un medio y no un fin, con que se compran y se venden. Serían hombres de poca valía si prefieren el oro a las cosas y personas, porque la posesión de este metal precioso, que es el más noble, envilece a aquél que lo posee, como el ejercicio del poder corrompe al que lo ejerce. Por eso se denomina "vil metal" al más puro y acrisolado de todos los metales.