domingo, 10 de julio de 2022

La culpa fue del chachachá.

    Nuestro entrañable periódico global, publicaba ayer un artículo del periodista Manuel Jabois, que era una entrevista a la neuróloga Mar Castellanos, en el que se trataba de normalizar, en el sentido que ha adoptado esta palabra bajo la Nueva Normalidad en la que vivimos, es decir, de hacer pasar por normal lo que de ningún modo lo es, los ictus y las enfermedades cardiovasculares, a fin de tranquilizar, supongo, a sus lectores reafirmándoles en sus creencias. Se titulaba: “El ictus afecta cada vez más a personas en edad laboral. Las enfermedades cardiovasculares son una epidemia”.

    Entre otras cosas, se leía allí que la enfermedad cerebrovascular era la primera causa de mortalidad en mujeres en nuestro país, y la segunda en hombres. Y, preguntada la neuróloga por la razón de que hubiera cada vez más jóvenes afectados por estas dolencias, decía: La primera razón es nuestro estilo de vida: mala alimentación, tabaco, exceso de alcohol, sedentarismo. Cosa que yo, que no soy neurólogo ni pretendo serlo, no oso negar ni poner en duda desde luego.

    Se decía también, y aqúí comenzaba lo que podemos llamar 'corrección política de la propia percepción de las cosas de la realidad' que siempre se tenía la percepción de que el ictus era una enfermedad tremendamente ligada a la edad, que le pasaba sobre todo a la gente mayor, y era una percepción cierta. Ya no lo es. Más del 60% de pacientes que sufren un ictus tienen menos de 65 años. (Nótese cómo se afirma que lo que era cierto antes -que los menores de 65 aniversarios no solían sufrir ictus o eran casos muy raros- ya no lo es ahora, lo que, por muchas vueltas que se le dé, no puede ser verdad). 

    Con afirmaciones de esta índole se regularizan, por así decirlo, es decir se hacen pasar por habituales, fenómenos que nunca lo habían sido hasta la fecha. Así se normalizan, por ejemplo, los trombos, achacándole toda la responsabilidad a... : El colesterol, por ejemplo. Si comemos muchos productos grasos y, especialmente, las grasas malas que se nos recomienda tantas veces disminuir, generamos daño en las arterias. Y favorecemos la calcificación y las placas de colesterol en ellas, que en un momento determinado se pueden soltar. Son trombos que van por la circulación y tapan determinadas arterias, por ejemplo en el cerebro.

 

    La solución que propone la neuróloga a estos problemas es muy sencilla y razonable: llevar una vida sana, sin colesterol. Pero enseguida surge el tema del deportista, del que todos hemos oído algún caso alguna vez, que lleva una vida impecablemente sana, sin malos hábitos, y que de repente sufre en la flor de la edad y durante un entrenamiento o una competición un ictus inesperado que lo incapacita seriamente si no se lo lleva directamente al otro barrio. 

    La respuesta de la neuróloga a la pregunta de a qué puede deberse ese fenómeno es diplomática: puede haber muchas causas y a continuación señala una de ellas en particular: Hay una serie de razones, entre las cuales está la genética.


     Sin embargo a mí me chirría algo en todo esto, porque genética ha habido siempre, y este fenómeno era bastante poco frecuente. Cierto es que antes te enterabas de algún caso en una persona relativamente joven y en buen estado de salud, pero ahora cada vez hay más casos a nuestro alrededor. Y cada vez hay más casos de deportistas que fallecen repentinamente en todo el mundo de muerte súbita, como comentábamos el otro día, lo que, por mucho que quieran hacernos pasar por normal lo que no lo es, no es ni medio normal.

    El desconcierto del ictus es que, según la neuróloga: “Viene de golpe. Lo que define al ictus es que una persona está bien, aparentemente perfecta, y a los dos segundos deja de estarlo. Los síntomas de otras enfermedades aparecen más progresivamente; los del ictus son tan rápidos que el tiempo en reaccionar es esencial para sobrevivir, o para no sufrir una discapacidad.” La neuróloga está hablando de cómo evitar los efectos desastrosos del ictus, para lo cual es importante la rapidez en la reacción, pero sigue sin explicarnos por qué ahora son tan frecuentes estos fenómenos y antes no lo eran.


    En ningún momento se trata el tema de la posible responsabilidad de las inoculaciones experimentales y masivas de la población contra el virus coronado en esto, cuyos efectos secundarios se desconocían. El efecto primario, sin embargo, se conoce ya muy bien: no evitan ni la trasmisión ni el contagio del virus, ni tampoco las formas graves de la enfermedad ni la muerte. O su efecto positivo es tan evanescente y dura tan poco la positividad que hace falta siempre una sobredosis: una cuarta, quinta, sexta... el cuento de nunca acabar. Y nunca, como ha reconocido algún preboste, está uno completamente inmunizado porque la pauta completa dura menos que un suspiro y está, por lo tanto, contra su definicion, condenada a la incompletud, siempre pendiente de completar.

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