Ya nadie sabía muy bien en la Residencia si era la cuarta, la quinta o la sexta de las olas. Pero la noticia de la televisión era que había estallado una nueva ola epidémica, la enésima, y que inundaba en pleno verano el paseo marítimo y las terrazas de las cafeterías elegantes, después de romper contra los arenales de la playa y los diques que malamente podían contenerla.
La prensa oficial que leía el viejo en la Residencia insistía en que la repentina irrupción del tsunami se debía a la irresponsabilidad de la juventud, -divino tesoro, la juventud, ay, que se va para no volver, como cantó el poeta-, y al hecho de que los jóvenes no habían recibido ninguna dosis todavía en su inmensa mayoría, lo que ponía sobre el tapete la conveniencia de reinyectar a los residentes como él con una sobredosis, pues ya habían pasado seis meses desde la última inyección, y la ambulancia ululaba cuando venía a buscar a alguno con su sirena que hacía ladrar a los perros con un aullido parecido al de los lobos.
Él había visto morir a algunos residentes estigmatizados como él, aunque nunca se sabía muy bien si morían por el estigma o debido a otra razón, como por ejemplo de viejos simplemente, de aquello que le pasaba a uno cuando le llegaba su hora y siempre se había llamado "muerte natural".
Solo
a finales del año 2021 después de Cristo se había comenzado a ver algo
de luz al final del túnel con la llegada de las primeras jeringuillas y
las inyecciones en manos de sonrientes enfermeras. Hubo
que arremangarse para sentir en el brazo el frío pinchazo de la aguja
que garantizaba la salud. Y él lo hizo y sonrió a las animosas enfermeras. No podía ocultar su alegría por lo que parecía el principio
del fin de aquella pesadilla. Pero era una luz que
en lugar de iluminar cegaba los ojos deslumbrados.
La ilusión, es decir, el engaño había durado poquísimo, muy
poco... Lo cierto era que, pese a la doble inoculación -o a causa de ella, como pensaba ahora-, estaban todos los residentes apestados. La gente seguía muriéndose lentamente y ya no se sabía la razón... Parecía que el túnel no tenía salida, que ni siquiera era un túnel, sino una tenebrosa galería.
Leía el jubilado en el periódico que le facilitaba la Residencia que un estudio de la Universidad de Algún Sitio afirmaba que los perros y los gatos también podían estar estigmatizados. Según
los científicos que habían llevado a cabo el estudio, los animales de
compañía que habían sido objeto de su seguimiento, eran un foco de contagio, ya que habían resultado
positivos a la prueba de Reacción en Cadena a la Polimerasa que avalaba
la existencia del estigma, por lo que sus dueños deberían evitar el
contacto con ellos a fin de no contagiarse de aquella plaga. Se
imponía la distancia física. Había que hacer como con el resto de
personas: guardar las distancias. Se dijo a sí mismo: "¡Ahora van a quitarnos también las caricias a los gatos!"
Era
lo que faltaba. Que les prohibieran en el lazareto, como llamaba él a
la Residencia, también la compañía silenciosa de los gatos, que le
inspiraban una inmensa ternura, fieles compañeros de su soledad que iban
y venían por aquellas dependencias a su antojo. En la Residencia, en
efecto, había nacido de la noche a la mañana una camada felina que se
dejaba acariciar y ronroneaba, y transmitía una inmensa paz a los
ancianos morituros.
Había que aislarse, ese era el mensaje. Vivir como un náufrago a la deriva en el seno de la institución, privados de la sonrisa de los niños, de los abrazos y los besos de los hijos y los nietos, sin poder siquiera acariciar a un gato, con la serenidad y despreocupación que eso le daba a uno.
El mundo en el que vivimos no tiene nada que ver con el mundo en el que creíamos vivir, pensaba el viejo, es una quimera sostenida por los que mandan, por los monitores de ocio y educadores, por el sistema sanitario que se encarga de crear e inventar enfermedades que diagnosticarnos, por las noticias de los medios de información, que están hechas para mostrarnos la realidad y ocultarnos, de paso, la verdad de que esa realidad que nos muestran es una mentira, real pero engañosa, por los mercados financieros cuya misión es hundirnos en la miseria haciendo que trabajemos toda la vida para ganarnos la vida y descubrir, al cabo, que hemos perdido eso que creíamos estar ganándonos, y, en fin, por el orden establecido, cuya tarea es sembrar el caos y el desorden.
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