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martes, 5 de septiembre de 2023

¡No, otra vez no, por favor!

  ¿Aumentan los Casos? Se preguntaba el domingo un tal Robin Mckie, periodista de The Guardian, el periódico progresista inglés subvencionado por la filantrópica fundación de Bill y Melinda Gates, y respondía diciendo que sí debido a tres factores: la disminución en primer lugar de la inmunidad -la natural, si sigue habiéndola a estas alturas, y la adquirida artificialmente- frente a la enfermedad del virus coronado, el mal tiempo del verano (debido al cambio climático, se supone, que lo mismo nos trae una DANA que la ebullición global del planeta) y, ¡atención al tercer factor!, la proyección en salas de cine de superproducciones supertaquilleras como Barbie y Oppenheimer, que pueden haber provocado el aumento de los Casos por la mezcolanza de gentes infectadas que han ido irresponsablemente al cine a verlas en espacios cerrados donde el virus campa por sus fueros.

 
 
 
    El caso es que se vuelve a hablar de que hay Casos, vuelve a haber Casos. Vuelve, por lo tanto, la emergencia de la enfermedad del virus coronado, que se traduce en la venta y adquisición compulsiva de test de autodiagnóstico en las farmacias, que se han agotado enseguida, para saber si uno tiene el estigma. Pronto sonará la alarma roja de nuestros móviles metiéndonos miedo ante la nueva versión actualizada de Covid 2.O persistente.
 
     Cuando muchos creían que la pesadilla se había terminado, resulta que no es así, que volvemos a empezar, y que después de la fase pospandémica en la que estábamos instalados, no se vuelve ya nunca a la vieja normalidad de la prepandemia, sino que volvemos a la fase pandémica. 
 
    La emergencia no acabará ya nunca, una vez instalada en nuestros dispositivos interiores, sino que volverá a empezar de nuevo porque vivimos, por si alguien no se ha enterado todavía, en el estado permanente de emergencia perpetua, en lo que Diego Fusaro ha denominado “la nueva normalidad del capitalismo terapéutico”, que es el método de gobierno funcional del régimen democrático neoliberal que padecemos donde resulta indiferente que gobierne la izquierda, la derecha o sus extremidades. 
 
    Gracias a la declaración del estado de emergencia o de alarma, el Estado puede imponer -implementar, decían los pedantes de nuestros mandamases- medidas y normas que en ausencia de dicha emergencia nunca habrían podido aplicarse porque nunca habrían sido aceptadas. 
 
    ¿Habría, en efecto, aceptado alguien en su sano juicio los arrestos domiciliarios de personas sanas, la imposición de mascarillas en todos los espacios públicos, la distancia social, y el infame pasaporte o certificado de vacunación para poder viajar o entrar en algún restaurante o espectáculo si no nos hubieran metido hasta la médula el miedo a la muerte y engañado? 
 
    Estas medidas represivas, presentadas como medidas sanitarias extraordinarias avaladas por los expertos, que son los doctores que no conoce nadie que tiene la Santa Madre Iglesia de la Ciencia, sólo son aceptadas e incluso reclamadas por la mayoría de la población porque se presentan como un mal menor necesario que pretende evitar un mal mayor apocalíptico y futuro. 
 
 
    Se ha inaugurado así el paradigma de la emergencia como arte de gobierno donde se considera lo inaceptable como inevitable, lo extraordinario como lo más normal del mundo, y las medidas políticas de control de la población como recomendaciones terapéuticas científicas.
 
  El Ogro Filantrópico que decía el poeta Octavio Paz ha logrado que el golpe de Estado mundial del Great Reset pueda ser aceptado por la inmensa mayoría de la población porque no se presenta como lo que es, un experimento de control político, sino como una medida que puede resultar desagradable y que no nos gusta a muchos pero que es por nuestro propio bien y pretende salvarnos la vida a todos y cada uno de nosotros. De este modo el sistema -el capitalismo, digamos- produce lo intolerable y al mismo tiempo, en palabras de Fusaro, sujetos dispuestos a tolerarlo. Ahí radica lo perverso de su fuerza. 

    Addendum: Decía Neil Postman en el prefacio de 'Divertirse hasta morir' que:

    "Contrariamente a la creencia prevaleciente entre la gente culta, Huxley y Orwell no profetizaron la misma cosa. Orwell advierte que seremos vencidos por la opresión impuesta exteriormente. Pero en la visión de Huxley no se requiere un Gran Hermano para privar a la gente de su autonomía, de su madurez y de su historia. Según él lo percibió, la gente llegará a amar su opresión y a adorar las tecnologías que anulen su capacidad de pensar.

    Lo que Orwell temía eran aquellos que pudieran prohibir libros, mientras que Huxley temía que no hubiera razón alguna para prohibirlos, debido a que nadie tuviera interés en leerlos. Orwell temía a los que pudieran privarnos de información. Huxley, en cambio, temía a los que llegaran a brindarnos tanta que pudiéramos ser reducidos a la pasividad y el egoísmo. Orwell temía que nos fuera ocultada la verdad, mientras que Huxley temía que la verdad fuera anegada por un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial, preocupada únicamente por algunos equivalentes de sensaciones varias. Como Huxley destacó en su libro 'Nueva visita a un mundo feliz', los libertarios civiles y racionalistas, siempre alertas para combatir la tiranía, «fracasaron en cuanto a tomar en cuenta el inmensurable apetito por distracciones experimentado por los humanos». En '1984', agregó Huxley, la gente es controlada infligiéndole dolor, mientras que en 'Un mundo feliz' es controlada infligiéndole placer. Resumiendo, Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio, Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser lo que nos arruinara".
 
 

    Resulta curioso ver ahora con el "paradigma de la emergencia", cuando "el sistema produce lo intolerable y los sujetos dispuestos a tolerarlo", cómo confluyen ambas visiones al permitir utilizar sin complicaciones a Orwell y "transicionarnos" plácidamente al horrendo escenario vislumbrado por Huxley.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

¿Medicina o salud?

Define la Academia la yatrogenia (mejor que iatrogenia, aunque también admite que se pueda escribir así) como la "alteración, especialmente negativa, del estado del paciente producida por el médico".  Del gr. ἰατρός iatrós 'médico' y γένος 'origen'. La yatrogenia es la enfermedad producida por la propia medicina, y es que, como decíamos el otro día, la medicina perjudica gravemente a la salud.
 

La yatrogenia no debe confundirse con el damnum iniuria datum per medicum o negligencia médica, delito contemplado ya en el derecho romano, que es otra cosa. La yatrogenia es inherente a la profesión médica. Tampoco debe confundirse con los efectos secundarios de los medicamentos, a veces más perjudiciales que beneficiosos los primarios. Hay pruebas diagnósticas que detectan falsos positivos y que acaban generando por efecto nocebo una enfermedad que antes no existía. Hay medidas profilácticas que se le imponen a la población, como el confinamiento ciego, indiscriminado y domiciliario, a raíz del virus coronado-cosecha 2019, que no sólo no son en absoluto saludables, sino que son perjudiciales para la salud y el bienestar de los pacientes votantes y contribuyentes. Hay fármacos cuyos efectos secundarios desconocen los propios médicos que los recetan y son peligrosos. La medicación, por ejemplo, basada en estatinas contra el colesterol favorece, al parecer, la aparición de la diabetes. 


La yatrogenia tiene que ver con la propia medicalización de la vida humana, es decir, con la relación que convierte al médico en señor feudal y al paciente en su vasallo que a la vez se hace cliente de la industria farmacéutica y de la figura del célebre boticario. Todos somos enfermos en el siglo XXI. «La medicina avanza tanto -vaticinó Aldous Huxley una vez- que pronto estaremos todos enfermos». Bien, pues ese día ha llegado ya con la explosión globalizada del susodicho virus coronado. Todos somos susceptibles de ser portadores del bicho microscópico, aunque seamos asintomáticos, es decir, aunque no lo sepamos ni lo padezcamos. Todos somos peligrosos para nosotros mismos y para los demás. Pero el Estado, el más frío de todos los monstruos, según Nietzsche, adoptando la mascarilla terapéutica que lo convierte en Estado Terapéutico, vela por nosotros,  es decir, por nuestra salud intoxicándola.

La industria farmacológica avanza también que es una barbaridad, como decía el otro. Y, a veces, dice el refrán, es peor el remedio que la enfermedad. Ya lo sugirió Virgilio en el verso 46 del libro XII de la Eneida, donde canta la uiolentia Turni, la agresividad que Turno, el rival de Eneas, siente. El rey Latino intenta aplacar esa furia con sus palabras: ¿Por qué Turno no renuncia a sus pretensiones, viene a decirle, y permite que se haga la paz? El caso es que la violencia, la enfermedad mental en este caso, diríamos nosotros, que siente Turno no se doblega con esas palabras, sino que "exsuperat magis aegrescitque medendo": se acrecienta más y se agrava intentando curarla. La cura encona la enfermedad. O como tradujo el doctor don Gregorio Hernández de Velasco (Toledo, 1555) el hexámetro virgiliano con un hendecasílabo: "Y cuanto más le curan, más enferma".

La medicina no debería consistir en un hacer algo por hacerlo, cuando generalmente la mejor terapia es deshacer o no hacer nada. Ya lo dice la sabiduría popular desengañada: "Sana, sana, culito (colita, según otras versiones) de rana; si no sanas hoy, ya sanarás mañana".

El trabajo de Hércules de enfrentamiento con la Hidra de Lerna nos ilustra sobre este punto y enseña una lección: la solución del problema en lugar de acabar con él, que sería la disolución o análisis propiamente dicho del problema, multiplica el problema.