Dejadme que os distraiga un poco de vuestras preocupaciones contándoos a mi manera el cuento de la cabra del señor Seguín que escribió Alphonse Daudet. El señor Seguín estaba harto de que todas sus cabras acabaran devoradas por el lobo. Por más que hiciera él para evitarlo, se escapaban siempre de su casa, se echaban al monte porque, ya se sabe, la cabra siempre tira al monte, y allí, más tarde o más temprano, pero generalmente muy pronto, acababan devoradas por el lobo feroz.
Estaba tan harto que un día compró una cabritilla nueva, la séptima que llevaba ya si no había perdido la cuenta de las seis que le había matado el maldito lobo, y la eligió bien joven, para acostumbrarla desde muy pronto a la cautividad. La llamó Blanquita. Era preciosa, toda blanca con sus zapatitos negros y unos incipientes cuernos rayados.
A la cabra no le faltaba nada en la finca del señor Seguín, pero ella no hacía más que mirar por el ventanuco de la cuadra hacia la montaña que veía a lo lejos, y añorarla, aunque nunca había estado allí. ¿Cómo se puede añorar algo que no se conoce? Ella lo añoraba. Quizá porque también se añora lo que no se tiene y se desconoce.
La cabra le rogó al señor Seguín, a los dos días, que la dejara marchar. Este trató de disuadirla hablándole del lobo y de los peligros que acechan en la montaña, pero lejos de hacer que desapareciera el deseo de libertad de la cabra, aumentó considerablemente…
-¿Qué harás cuando venga el lobo, Blanquita? -Le preguntaba el dueño.
-Lucharé contra él con todas mis fuerzas. –Le respondía la ingenua cabritilla.
Pero el señor Seguín, que no estaba dispuesto a perder una cabra más, decidió encerrarla. Blanquita, sin embargo, huyó por el ventanuco que un día se le olvidó cerrar a su dueño.
Llegó a la montaña, y comenzó a sentir algo que nunca había experimentado: una felicidad sin fin. Se sentía como una reina. Las flores olían bien. La hierba era deliciosa, estaba fresca y fragante, y sabía a gloria, mucho más rica que la del prado del señor Seguín allá a lo lejos, en el valle.
Cuando llegó la noche, tuvo miedo bajo la bóveda del cielo estrellado. Estuvo tentada de volver a la cabaña de su dueño, pero el recuerdo de la soga disipó esa idea. Valían más aquellas pocas horas vividas en libertad en la montaña que toda una vida en cautividad junto al señor Seguín, aunque -lo reconocía- había sido, sin embargo, muy bueno con ella, muy amable.
Pero pronto, en medio de la noche, dos ojos brillaron entre dos orejas cortas y afiladas. Era el lobo, el viejo lobo de todos los cuentos infantiles, el malvado personaje que acechaba en el bosque a todos los que se atrevían a ser libres.
Blanquita decide luchar contra él. Abaja la cabeza y amenaza con sus ridículos cuernos al lobo, que retrocede una vez. De vez en cuando la cabritilla trisca y come algo de hierba para saborear su libertad. Mira hacia las estrellas y piensa que debe resistir, como sea, hasta el canto del gallo al amanecer.
Cantó el gallo al fin a lo lejos. Blanquita, agotada, duerme sobre la verde hierba. Está extenuada completamente después de la intensísima batalla de la noche.
La sangre roja mancha su blanquísima piel resplandeciente. El lobo, cansado ya de las escaramuzas de la refriega nocturna, se precipita sobre ella y al fin la devora. Ella, sin embargo, se siente feliz. Lleva escrito en las pupilas dilatadas de sus ojos que nunca podrá olvidar esa noche, la más intensa de su efímera vida, la única noche que ha valido la pena. Lleva escrita en sus ojos su apasionada aventura con el lobo y el encuentro final con la muerte.