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martes, 14 de mayo de 2024

Economía caritativa, economía de Dios

    Investigando el origen de la frase «El rico es un ladrón o hijo de un ladrón» atribuida a San Juan Crisóstomo -nombre parlante que significa Boca o Pico de Oro-, también conocido como Juan de Antioquía (347-497),  no he encontrado esa formulación literal en lo poco que he leído de su obra, pero sí veo que puede resumir bastante bien, a modo de glosa, su doctrina sobre la riqueza y la pobreza. 
 
    Juan Crisóstomo reconoce, como buen cristiano que es, la legitimidad de la riqueza y, por lo tanto, de la privada propiedad. La riqueza y el dinero en general, viene a decir en sus homilías, no son algo malo en sí, depende del uso que hagan los poseedores. Pero él no pone en cuestión su existencia. No hay que maldecir del dinero, sino de su mala utilización. 
 
 
    El orador antioqueno no predica por lo tanto un comunismo económico, sino lo que podríamos llamar un comunismo caritativo; en eso consiste la economía divina o economía de Dios, que aconseja a los propietarios que compartan sus posesiones con los indigentes. 
 
    Con respecto a otros padres de la iglesia, desarrolla una tesis personal sobre la propiedad colectiva, en lo que podría acercarse a proclamaciones como la del anarquista Proudhon de que la propiedad, toda propiedad, es un robo en cuanto expropiación de lo común: no hay discusión, dice, sobre el uso de los baños, plazas, paseos y otros lugares públicos, sino por las viviendas particulares y el dinero "...lo tuyo y lo mío, esas glaciales palabras; pues de ahí la disputa, de ahí el odio. Pero si no hay esas palabras, entonces no se engendran ni la disputa ni la codicia" (...τὸ σὸν, καὶ τὸ ἐμὸν, τὸ ψυχρὸν τοῦτο ῥῆμα· τότε γὰρ μάχη, τότε ἀηδία. Ἔνθα δὲ τοῦτο οὐκ ἔστιν, οὐδὲ μάχη οὐδὲ φιλονεικία τίκτεται)·
 
 
    El orador declara su desconfianza, sin embargo, por las riquezas privadas de tierras, de mansiones y de capitales, porque son los bienes de los grandes especuladores del comercio de Antioquía, adquiridos deshonestamente más de una vez. A ellos viene a decirles que si no son unos ladrones por haber obtenido su fortuna ilícitamente apropiándose de lo común, poseen el resultado de un robo que han heredado.  Pero eso no le impide reconocer, como todos los demás padres de la iglesia, como se ha dicho, los derechos de la propiedad privada, de la que pueden hacer un buen uso compartiéndola. 
 
    Al final de la homilía XII a la Epístola a Timoteo de San Pablo, escribe Juan Crisóstomo formulaciones como las siguientes: 
     -Y tú, dime, ¿cómo es que eres rico? 
    -Heredé mis bienes.
     -¿Y de quién los has recibido? 
    -De mi abuelo.
     -¿Y de quién los recibió aquel? 
     -De su padre. 
    -¿Puedes retroceder varias generaciones y demostrarme que tu riqueza es legítima? No, no podrías; es forzoso que el origen y la raíz de aquella sean fruto de una injusticia. 
    -¿Cómo? 
    -Porque Dios en un principio no hizo a uno rico y a otro pobre, ni tampoco después tomó y mostró a uno muchos tesoros, y negó a otro el derecho de buscarlos: sino que dejó la tierra libre a todos por igual. ¿Cómo, pues, siendo común, tú tienes tantas y tantas fanegas, y el que es tu vecino no tiene ni un puñado de tierra? 
    -Mi padre -dice- me las transmitió. 
    -Pero ¿de quién las recibió él? 
    -De sus antepasados. 
    -Sí, pero es necesario encontrar el comienzo que es punto de partida. Jacob se hizo rico, pero porque recibió el salario de sus trabajos. Pero no quiero entrar en eso: sea legítima la riqueza y esté libre de toda rapiña; pues tú sin duda no eres responsable de lo que tu padre arrambló; pues posees el fruto del robo, pero tú no robaste (ἔχεις μὲν γὰρ τὰ ἐκ τῆς ἁρπαγῆς, ἀλλ' οὐχ ἥρπασας σύ). Pero te concederé que él tampoco robó, sino que posee el oro que brotó de algún modo del seno de la tierra. Pues bien, ¿es buena la riqueza por eso? De ninguna manera. Pero tampoco es mala, responde, si su poseedor no ha rapiñado; no es mala, si la ha compartido con los necesitados; pero si no la ha compartido, es mala y fraudulenta. 
 
     De ahí surge la frase atribuida a Juan Crisóstomo y que, al menos, resume perfectamente su pensamiento de que los ricos, si no son personalmente unos ladrones, son hijos o descendientes o herederos en general de ladrones, y son moralmente malvados si no comparten sus bienes con los necesitados.

miércoles, 17 de agosto de 2022

El propietario es el ladrón

    La lectura de Cantos de sirena, de Charmian Clift, una mujer que en 1954 decide con su marido y sus dos hijos, enamorada como estaba de Grecia, abandonar Londres y partir al mar Egeo estableciéndose en la isla de Cálimno -una de las doce del Dodecaneso, en la costa turca, no lejos de Rodas- por una estancia que iba a durar en principio un año y al final se extendió a una década, me depara esta sorprendente y preciosa historia: 


     Existe una entrañable ley tácita según la cual cualquier persona, hombre, mujer o niño, puede saciar su hambre cogiendo toda la fruta que pueda comer de la propiedad de cualquiera, siempre que la consuma allí mismo, junto al árbol o la viña. Solo es culpable de robo si se lleva la fruta en una cesta o la guarda en un bolsillo para comérsela más tarde. ('Cantos de Sirena', Charmian Clift, Gatopardo ediciones, Barcelona 2022, traducción de Patricia Antón, pág. 90).

    No se consideraba robo coger la fruta del árbol siempre que se comiera allí mismo para saciar el hambre o el apetito de ella. Cualquiera podía hacerlo porque de alguna manera la viña y el árbol daban su fruto a todo el mundo que quisiera tomarlo para disfrutarlo, nunca mejor dicho, en el momento, sin ninguna restricción. Ni siquiera el dueño de la propiedad podía impedírselo porque no era un robo. Se consideraba robo acaparar el fruto para comérselo en el futuro.

Ícono bizantino, Cristo hambriento maldice una higuera que no da fruto.
  
      Ignoro si casi setenta años después de escrita esta autobiografía y clásico de la literatura de viajes que es Cantos de sirena, y después de la invasión turística masiva que ha convertido a Grecia en un objetivo codiciado de las agencias que han matado el viaje convirtiéndolo en destino turístico, persiste esta costumbre, pero hace que nos replanteemos el concepto de propiedad y, ligado a ella, el de robo. 

    El propietario de una higuera (no estamos hablando de una higuera silvestre que no tiene dueño) nunca podrá impedir que cualquiera disfrute de sus higos, uno de los sabores más dulces del verano, porque los frutos no son de su propietario, aunque sí la higuera, sino de los que tiendan la mano a ellos para degustarlos allí mismo en el momento.


    Ladrón de higos solo podría llamarse a aquel que arramblara con los higos de la higuera, los metiera en un cesto y se los llevara para venderlos en el mercado cual vulgar zarracatín -aquel que compra barato para vender caro-, cosa que suele hacer las más de las veces el propio propietario cuando no se resigna a que la higuera dé sus frutos para todo el que los apetezca, incluido él mismo, su dueño y su señor. Si es el propietario el que acapara los higos para llevarlos al mercado, este, en buena lógica, se convierte en el principal ladrón de higos, porque está privando a los demás y privándose a sí mismo de los melifluos frutos de la higuera, que convierte en una mercancía que se vende a cambio de dinero. 

Viñeta de El Roto

    Es así como según esta vieja lógica rural griega el propietario se convierte en el ladrón que priva a los demás de un bien común. No en vano Pierre Joseph Proudhon se preguntaba en 1840 ¿qué es la propiedad? Y daba esta respuesta lapidaria, contundente y precisa: “La propiedad es un robo”. El propietario, pues, es el ladrón; y, a la inversa, el ladrón es el propietario. Toda propiedad es una expropiación. Y la propiedad privada, como su nombre indica, es una privación. Si yo poseo algo estoy expropiando, desposeyendo o privando de ello a los demás.

    Pero no podríamos llamar ladrón al propietario de la higuera cuando permitiera a cualquiera, como sucedía en Cálimno en los años cincuenta del siglo pasado, disfrutar de los frutos del árbol o de la viña como en el edén del paraíso, independientemente de que la higuera, la parra o la chumbera lindaran con el camino y, por lo tanto, cayeran fuera de su hacienda.