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sábado, 18 de febrero de 2023

Bautismo civil

     En la inagotable Odisea de Homero, hay unos versos (VIII, 550-554) en los que los feacios le preguntan al náufrago que ha arribado a sus costas cuál es su nombre. Dicen así: Dime el nombre que allá te decían tu madre y tu padre / y otros, de la ciudad y vecinos de los aledaños./ Dado que no hay en modo ninguno hombre sin nombre,/ sea de bajo o de noble linaje, ya desde que nace,/ sino que a todos bautizan, tras engendrarlos, sus padres. 

    Ese náufrago es el fecundo en recursos Odiseo, más conocido como Ulises, que cuando el inhóspito ciclope Polifemo le preguntó cómo se llamaba, le respondió que su nombre propio era Nadie, engañándolo después de haberlo cegado y escapado de su cueva y haciéndole creer que Nadie lo había dejado ciego y se había burlado de él...


     Escribe Charmian Clift en Cantos de sirena: "En la iglesia ortodoxa griega, el bautismo no es solo uno de los grandes misterios, sino que también tiene un significado místico y secular que un forastero difícilmente puede comprender. Al margen de consideraciones religiosas, para cualquier griego sería impensable no bautizarse, por puras razones materiales. Es la garantía de su legitimidad como ser humano. Si no se bautiza no existe. Para poder votar, se tiene que presentar la partida de bautismo. Sin bautizarse, en la vida adulta, no se puede ostentar un cargo público, ser funcionario, ni tener un empleo corriente. Hasta el momento de la inmersión, ni se tiene nombre siquiera."

    Hoy en día, entre nosotros, las cosas no son exactamente así, pero tampoco son muy diferentes. Para cualquiera de nosotros sería impensable no inscribirse en el Registro Civil donde se da fe del nacimiento o alumbramiento, es decir, "el momento en que una persona tiene vida propia, independiente fuera del seno materno".

    Según el Ministerio de Justicia: El nacimiento produce efectos civiles desde que tiene lugar, pero para el pleno reconocimiento de los mismos es necesaria su inscripción en el Registro Civil.

    En dicho registro figura, aparte de la hora, fecha y lugar de nacimiento, el nombre que se le impone al recién nacido, que no tiene por qué ser un nombre propio propiamente dicho, ya que se admiten "nombres comunes, abstractos, mitológicos, legendarios, artísticos, geográficos apropiados para designar persona, de fantasía y de personajes históricos", y también "diminutivos o variantes familiares y coloquiales", siempre y cuando no perjudiquen la dignidad y no induzcan a error a la hora de identificar al inscrito, nombre que lo individualiza, de manera que podríamos decir, emulando a Charmian Clift: "Es la garantía de su legitimidad como ser humano. Si no está inscrito en el Registro Civil no existe". 

    De alguna manera, la inscripción en el Registro Civil es el bautismo laico. El Estado viene a sustituir así a la vieja iglesia. Nada nuevo bajo el sol.

miércoles, 17 de agosto de 2022

El propietario es el ladrón

    La lectura de Cantos de sirena, de Charmian Clift, una mujer que en 1954 decide con su marido y sus dos hijos, enamorada como estaba de Grecia, abandonar Londres y partir al mar Egeo estableciéndose en la isla de Cálimno -una de las doce del Dodecaneso, en la costa turca, no lejos de Rodas- por una estancia que iba a durar en principio un año y al final se extendió a una década, me depara esta sorprendente y preciosa historia: 


     Existe una entrañable ley tácita según la cual cualquier persona, hombre, mujer o niño, puede saciar su hambre cogiendo toda la fruta que pueda comer de la propiedad de cualquiera, siempre que la consuma allí mismo, junto al árbol o la viña. Solo es culpable de robo si se lleva la fruta en una cesta o la guarda en un bolsillo para comérsela más tarde. ('Cantos de Sirena', Charmian Clift, Gatopardo ediciones, Barcelona 2022, traducción de Patricia Antón, pág. 90).

    No se consideraba robo coger la fruta del árbol siempre que se comiera allí mismo para saciar el hambre o el apetito de ella. Cualquiera podía hacerlo porque de alguna manera la viña y el árbol daban su fruto a todo el mundo que quisiera tomarlo para disfrutarlo, nunca mejor dicho, en el momento, sin ninguna restricción. Ni siquiera el dueño de la propiedad podía impedírselo porque no era un robo. Se consideraba robo acaparar el fruto para comérselo en el futuro.

Ícono bizantino, Cristo hambriento maldice una higuera que no da fruto.
  
      Ignoro si casi setenta años después de escrita esta autobiografía y clásico de la literatura de viajes que es Cantos de sirena, y después de la invasión turística masiva que ha convertido a Grecia en un objetivo codiciado de las agencias que han matado el viaje convirtiéndolo en destino turístico, persiste esta costumbre, pero hace que nos replanteemos el concepto de propiedad y, ligado a ella, el de robo. 

    El propietario de una higuera (no estamos hablando de una higuera silvestre que no tiene dueño) nunca podrá impedir que cualquiera disfrute de sus higos, uno de los sabores más dulces del verano, porque los frutos no son de su propietario, aunque sí la higuera, sino de los que tiendan la mano a ellos para degustarlos allí mismo en el momento.


    Ladrón de higos solo podría llamarse a aquel que arramblara con los higos de la higuera, los metiera en un cesto y se los llevara para venderlos en el mercado cual vulgar zarracatín -aquel que compra barato para vender caro-, cosa que suele hacer las más de las veces el propio propietario cuando no se resigna a que la higuera dé sus frutos para todo el que los apetezca, incluido él mismo, su dueño y su señor. Si es el propietario el que acapara los higos para llevarlos al mercado, este, en buena lógica, se convierte en el principal ladrón de higos, porque está privando a los demás y privándose a sí mismo de los melifluos frutos de la higuera, que convierte en una mercancía que se vende a cambio de dinero. 

Viñeta de El Roto

    Es así como según esta vieja lógica rural griega el propietario se convierte en el ladrón que priva a los demás de un bien común. No en vano Pierre Joseph Proudhon se preguntaba en 1840 ¿qué es la propiedad? Y daba esta respuesta lapidaria, contundente y precisa: “La propiedad es un robo”. El propietario, pues, es el ladrón; y, a la inversa, el ladrón es el propietario. Toda propiedad es una expropiación. Y la propiedad privada, como su nombre indica, es una privación. Si yo poseo algo estoy expropiando, desposeyendo o privando de ello a los demás.

    Pero no podríamos llamar ladrón al propietario de la higuera cuando permitiera a cualquiera, como sucedía en Cálimno en los años cincuenta del siglo pasado, disfrutar de los frutos del árbol o de la viña como en el edén del paraíso, independientemente de que la higuera, la parra o la chumbera lindaran con el camino y, por lo tanto, cayeran fuera de su hacienda.