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jueves, 26 de enero de 2023

Pareceres (XIII)

61.- Odiseo, o sea Ulises, arriba náufrago y desnudo, después de haber perdido barco y tripulación, a la costa de la isla de Esqueria, donde viven los feacios, y donde la princesa Nausícaa, que se hallaba en la playa bañándose con sus esclavas, lo encuentra y lo lleva hasta el palacio de su padre, el rey Alcínoo. De camino le habla de cómo su pueblo ha levantado un hermoso templo al dios Posidón, el señor de los mares, que se alza en mitad del ágora pavimentada con lajas labradas hundidas en tierra. No es un pueblo guerrero, pues, como dice el poeta, no se preocupa de otras armas que no sean las del mar: Cuidan de los aparejos allí de sus negros navíos, / de las amarras y velas, y dan pulidez a los remos, / pues a feacios no preocupan ni arco ni flechas, / sino los mástiles, remos y naves bien equipadas / con los que cruzan ufanos el mar plateado de espumas. Gracias a los feacios y solo a ellos Ulises, o sea Odiseo, podrá surcar el mar  y regresar de la guerra a Ítaca, su reino. 
 
Nausícaa, William McGregor (1937)
 
62.- Mucho se habla de la violencia machista en nuestro país, que se ceba en los malos tratos y llega hasta el asesinato de las mujeres por parte de sus parejas masculinas. Cada vez que aparece un caso de estos en los medios de comunicación se publicita hasta la saciedad dando pábulo a los medios de (in)formación de masas. Se dice por ejemplo en la prensa que diciembre de 2022 ha sido el mes más trágico en los últimos veinte años en lo que respecta a violencia de género en España: 13 mujeres han sido asesinadas en 28 días. Y así como se da bombo y platillo a esta lacra, se pasa por alto otra mucho más clamorosa: el índice de suicidios en nuestro país: suele haber 11 cada día. En el caso del suicidio es muy difícil echar la culpa a alguien, pero, en el fondo, es la misma violencia la que se ejerce contra los demás que contra uno mismo. Eso explica que el cristianismo haya condenado la muerte voluntaria igual que el asesinato: No matarás es un mandamiento de la ley de Dios que se refiere tanto a las vidas ajenas, incluidos los animales, como también la propia de uno mismo, porque no somos dueños ni de las unas ni de la nuestra tampoco. Precisamente es una violencia posesiva la que se ejerce en uno y otro caso: La maté porque era mía. Yo también soy mío, por eso tengo derecho a matarme. Es la misma violencia, se mire como se mire. 
 
63.- No deberíamos ofendernos demasiado porque alguien nos llame en un arrebato de ira “¡hijo de puta!”, o más bien hijoputa, o joputa, o hijueputa, como en algunos países sudamericanos. No es tanto una invectiva contra la figura sacrosanta de nuestra madre, cuya sublimación es Nuestra Señora la Virgen María, como la constatación de que todos, incluida la madre que nos parió, somos, como la prostituta, a la vez vendedores y mercancías: nos vendemos a nosotros mismos bajo el pretexto de que hay que trabajar para vivir, por lo que acabamos viviendo, si a esto se puede llamar vida y no subsistencia, para trabajar.
 
Mujer contando monedas, alegoría de la avaricia, Mathias Stom (c. 1635)
 
 
64.- ¿A qué huelen los billetes nuevos cuando, recién salidos del horno bancario, empiezan a circular tan impolutos y flamantes, sin las muchas huellas de mugre, sangre, sudor y lágrimas todavía que el uso imprime al vil metal? No nos llamemos a engaño, no digamos que no huelen a nada todavía. Esos billetes van a servir para hacerse virales como los virus y sobornar a alguien que se creía insobornable, para mostrarnos todas las vilezas que somos capaces de cometer, y para demostrarnos también que todo en la vida tiene un precio. Como cantó el poeta romántico, una oda no vale nada si no está escrita al dorso de un billete de banco... Los billetes nuevos parecen asépticos. Parece que no tienen historia detrás. No han adquirido la pátina de roña que hace que parezca que son lo que son en realidad. Parece que no están envilecidos por el uso. Démosles tiempo, que eso es lo que piden: el dinero requiere tiempo para crecer y multiplicarse, sólo eso. Démosle tiempo al tiempo, démosle tiempo al dinero. Por muy blanqueado que esté, el dinero es siempre dinero negro. Por muy limpio que esté, el dinero es siempre dinero sucio. Por muy virtual y digital que sea, el dinero es siempre real y, por lo tanto, falso. 
 
 
 
65.- En el tercer milenio de la era cristiana los trabajadores de todo el mundo deberíamos unirnos y rebelarnos contra las cadenas que nos atan todavía a la vieja servidumbre del trabajo asalariado, supervivencia vergonzosa del sistema esclavista de producción, gritando al unísono: “¡Basta ya!”. Resulta irónico, si no fuera un sarcasmo sangrante, que en las calendas de mayo se festeje el día del trabajo en conmemoración de los mártires anarquistas de Chicago al grito decimonónico de “¡Viva la clase obrera!”, cuando debería oírse un sordo y desgarrado “¡Abajo el trabajo!”. Ahora que las dictaduras han desaparecido de la rugosa faz de la vieja Europa, nos han dejado sin embargo estos cadáveres putrefactos que hieden pero no mueren, inequívoco caldo de cultivo de explotación, frustración y subordinación a jefes y jefecillos, empresarios, que, a diferencia de los políticos democráticos no admiten elección ni revocación. Enroquémonos, desprestigiando el supuesto carisma liberador del trabajo, en las barricadas del dolce far niente, y entreguémonos a la holganza de la pereza, bendita sea la vagancia, saboteando todas las entidades tanto públicas como privadas, modernas maquinarias que nos devoran, forzándonos a obedecer ciegamente a una rutina cronometrada y jerárquica. La revolución todavía pendiente pasa por trabajar lo menos posible, por convertirnos en parásitos del sistema, acelerando así la vertiginosa caída del capitalismo –no lo verán tal vez estos ojos que comerá la tierra-, último acto heroico que nos queda acaso a los náufragos postreros de la Historia Universal. 
  

martes, 27 de diciembre de 2022

Una bala perdida

    El artista británico Chris Mitton (Londres 1963-...) confiesa que cuando era niño no podía entender cómo el revólver tan utilizado en las películas del oeste americano de indios y vaqueros que veía en el cine y la televisión, el Colt 45 se llamaba “pacificador” (peacemaker, o 'hacedor de la paz' en la lengua del Imperio), hasta que comprendió la idea de que la paz se mantiene gracias a la amenaza de las armas, el viejo 'si uis pacem, para bellum' de los romanos (si quieres la paz, prepara la guerra, que es el fundamento de la pax Americana),  una ideología que ha robustecido siempre el militarismo y que evolucionó hasta la proliferación de armamento nuclear de destrucción mutua asegurada y masiva de la Guerra Fría de mediados del siglo XX hasta la actualidad, cuyo uso desembocaría en la destrucción completa tanto del atacante como del atacado, tanto de los tirios como de los troyanos.
 
      Esta arma de acción simple, cuyo tambor tiene cabida para seis cartuchos, fascinó al niño que era el artista Chris Mitton, que, una vez adulto, decidió reproducirlo haciendo una réplica exacta de 3:1 de un original, tallada a mano en un bloque de mármol de Carrara blanco, lo que le llevó seis meses, presentándolo sobre un soporte de acero inoxidable, convirtiéndola en una Obra de Arte.  En esta página se pueden ver fotos del proceso imitativo, mejor que creativo, que ha seguido el artista.
 
    Dice, a propósito, la inevitable Güiquipedia que el Colt Pacificador fue ampliamente utilizado por la industria cinematográfica, que lo elevó a la categoría de mito al asociarlo a grandes estrellas de la pantalla en las películas del viejo oeste americano. 
 
La pistola pacificadora, Chris Mitton   
 
    El que a un instrumento de muerte se le denomine 'pacificador' sólo se explica por la amenaza que conlleva. Este nombre es como el viejo epíteto latino “pacifer”, portador de la paz, a imagen y semejanza de “lucifer”, portador de la luz, que los romanos le dieron a Marte, el dios de la guerra. La paz, evidentemente, solo puede estar fundada sobre la amenaza de la guerra, lo mismo que la vida sobre la de la muerte. Claro que en ambos casos ni la paz es paz verdadera ni la vida es vida de verdad, sino todo lo contrario. Por eso nos va como nos va. 
 
  Hay, según me cuentan, una serie televisiva norteamericana, estrenada este mismo año, titulada así mismo 'Peacemaker' (El pacificador), cuyo argumento se resume muy sencillamente: Un hombre lucha por la paz a toda costa, sin importar a cuántas personas tenga que eliminar para conseguirla. Quizá debería acabar la última temporada de dicha serie con el suicidio del protagonista y de la serie. 
      
Ulises y Nausícaa, Jean Alfred Marioton (1888)
 
    Cuando Ulises naufraga en la isla de Esqueria, desarmado y desnudo, después de haber perdido tripulación y barco, donde lo encuentran unas muchachas y una de ellas, Nausícaa, la hija del rey Alcínoo, se enamora perdidamente de él, descubre que sus habitantes, los feacios, no saben de arcos ni flechas, porque son un pueblo pacífico que solo se preocupa de los aparejos de sus negras naves. En el ágora se levanta un templo al dios del mar, el terrible y fascinante Posidón, y allí mismo los feacios, que no se cuidan de las armas, se dedican en cambio a sus amarras y velas, a los mástiles y remos de sus naves "con las que cruzan ufanos el mar plateado de espumas". Gracias a ellos y a uno de sus navíos podrá Ulises, después de regalarles a cambio de su hospitalidad el relato de toda su odisea, volver a su reino, a Ítaca, que había dejado atrás hacía veinte años para poder ganar una guerra en la que al final no hay ni vencedores ni vencidos, ni buenos ni malos, sino solo derrotados.