Dicen que el compositor barroco Giuseppe Tartini (1692-1770) soñó una noche que hacía un pacto con el demonio a cambio de su alma inmortal. Todo salía a pedir de boca: el calumniador -que es lo que antiguamente significaba el nombre de “diablo”, tan calumniado él por la iglesia católica, apostólica y romana, se ponía humildemente a su servicio dispuesto a cumplir hasta sus más mínimos deseos.
Tartini le ofrecía en el sueño su violín y le pedía que tocara algo para él. Su satánica majestad, ni corto ni perezoso, tomaba el violín entre la clavícula y la barbilla, y comenzaba a interpretar una sonata inédita, literalmente jamás oída antes, con tanto arte, virtuosismo, esmero y maestría que Tartini se quedó extasiado, encantado y transportado al otro mundo. Había merecido la pena la transacción económica de su triste alma a cambio de aquella auténtica belleza. Desfallecía arrobado ante tanta maravilla y quería morirse si no fuera porque quería seguir escuchando una y otra vez y que no acabara nunca aquella mágica melodía que era, como la de Orfeo, capaz de resucitar a Eurídice y con ella a todos los muertos y darles a cambio de sus tristes almas la vida verdadera. El gozo que experimentaba era tan grande que de pronto le faltó aire y despertó brusca- y súbitamente de su sueño.
El diablo no estaba. Aquel pobre demonio, cuya esencia era totalmente negativa, que disuadía del emprendimiento de cualquier acción y nunca daba órdenes, había desaparecido. El violín había enmudecido. Su música evanescente también. Tartini tomó el instrumento apresuradamente entre sus manos temblorosas de la emoción, lo acercó a su barbilla e intentó interpretar la maravilla que había escuchado, al mismo tiempo que escribía frenéticamente sus apresuradas notas en una partitura queriendo retener desesperadamente su vuelo para que no se escaparan, para que no se perdieran.
Al cabo de un tiempo que no sabría definir pero que pasó como un suspiro o una exhalación, había compuesto una sonata que a su juicio era lo mejor que había escrito sin ningún género de duda, y que llamó El Trino del Diablo. No podía titularla de otra forma porque en música se llama trino a la rápida y alternada sucesión de dos notas musicales de igual duración entre las que media la distancia de un tono o de un semitono.
El inicio de ese trino, su melodía y su cadencia, venidas del más allá por así llamar al lugar que está no se sabe dónde, es de lo más hermoso que se haya nunca compuesto y escuchado.
La Sonata para violín en sol menor, “El Trino del
Diablo” de Giuseppe Tartini, interpretada aquí por Caroline Goulding (violín) y Shuai Wang (clave), consta de cuatro movimientos: Larghetto affettuoso,
Allegro moderato, Andante y Allegro assai-Andante-Allegro assai.