Recuerdo la polvareda que levantó Rafael Sánchez Ferlosio, (1927-2019) el entrañable cascarrabias y prosista más acendrado de nuestras
letras, cuando confesó en la presentación de su libro “God & Gun” (2008), que odiaba de siempre a España, sobre todo, matizó, cuando pensaba en los toros o en la fiesta del Rocío. Se lanzaron
enseguida sobre él como perros rabiosos y furiosos los defensores a
ultranza de la patria y sus sacrosantas tradiciones, los patriotas de pacotilla, que olvidaban, sin duda, lo que dijo Samuel Johnson de que el patriotismo era el último refugio de los canallas.
Alguno
llegó a decir que si don Rafael odiaba a España era un incoherente,
porque era como si un sabueso odiase la mano que le daba de comer, porque
el octogenario novelista y ensayista vivía por aquel entonces de sus
libros y sus libros se vendían y se compraban fundamentalmente en
España. Como muestra, un botón: El Jarama era novela de lectura
obligatoria para tantas generaciones de bachilleres españoles, de
cuyos derechos de autor vivía el premio Cervantes, que, sin embargo,
siempre renegó públicamente de su obra narrativa en general y de
esta en particular.
Se le tachó de hipócrita y se comparó su caso
con el de Noam Chomsky, el intelectual estadounidense más lúcido,
conspicuo y crítico con la política internacional de los Estados Unidos y con la mayoría de sus
compatriotas, argumentando que tanto uno como otro vivían a costa de
sus criticados conciudadanos, que pagaban por sus libros y sus
conferencias.
Creo yo que don Rafael es un patriota al estilo del señor Keuner de Bertolt Brecht, que, desde su óptica laica y atea, definió el patriotismo o, más literalmente el amor
(Liebe) a la patria (Vaterland) como el odio a las diversas patrias
(Vaterländer, en
plural), porque precisamente ese odio está motivado por amor a la patria que no existe en la realidad, dado que ninguna de las que existen, y menos
la nuestra propia, entre tantas como hay, es la verdadera de verdad.
El problema viene por la penalización del odio, por el llamado delito de odio que ha entrado en nuestra legislación. Tanto el odio como el amor son sentimientos humanos que nunca se dan químicamente puros, y que en ningún caso deberían estar penalizados judicialmente. Suelen darse la mayoría de las veces, confundidos, como en el famoso 'Odi et amo' de Catulo, que le dice a su amada: "Te odio y te quiero, que cómo lo hago quizá me preguntes. // No lo sé pero así / siento y es esa mi cruz."
A nadie que odiara a su jefe de oficina como Ferlosio odia a España, se le ocurriría considerar un delito ese odio y renunciar
al sueldo que le paga. Porque si el jefe le contrató como empleado fue porque decidió utilizarlo -eso quiere decir empleado: utilizado- y porque encontró seguramente un beneficio en el trabajo que él
desempeñaba. El empleado, pues, no le debe ningún agradecimiento a su jefe. Es más: se
lo debe el jefe a él, que cumple religiosamente con su trabajo.
Puede exigirle eso: cumplimiento. Lo que no puede exigirle de ninguna
manera es cariño, porque en el corazón no manda nadie.
¿Donde está su incoherencia? ¿Dónde la incoherencia de Ferlosio?
¿No se puede, además, odiar a la madre que lo ha parido a uno? ¿Por
qué iba a amarla, porque madre sólo hay una? No es razón
suficiente. ¿Es obligatorio amar a la madre de uno solo porque sea la
madre de uno, la que lo ha parido, aunque sea una hija, por su parte,
de la grandísima chingada?