Hay que agradecerle a Gabriel Albiac su columna La jerga del odio, publicada en El Debate el 10 de febrero, a la que remito al lector interesado.
Comienza citando el celebérrimo epigrama de Catulo de odio y amor hacia Lesbia: «Odio y amo ¿Por qué lo hago?, tal vez te preguntes. / Yo no lo sé, mas así lo siento y ello me crucifica». Traducción impecable que, por mi parte, corrijo rítmicamente, conservando la idea del suplicio de la cruz que aparece al final y recogiendo la sugerencia de la que me hago eco al cabo de los años de una antigua alumna del Bachillerato Internacional que, cuando leímos en clase estos versos como "La odio y la amo...", propuso cambiar el "la" por el "te", como otras veces hace el poeta dirigiéndose a su amada y odiada Lesbia en segunda persona ("Quaeris, Lesbia, quot basia tua sint mihi satis", por ejemplo): "Te odio y te quiero. Quizá me preguntas que cómo lo hago. // No lo sé, pero así / siento que es y es mi cruz".
Así interpreta los
dos versos seguramente más célebres de Catulo, que son su declaración
de amor y odio simultáneos hacia su amada y odiada Lesbia, Omnia, un grupo holandés de música folk neo pagana, como ellos mismos se definen.
Otra versión es la del músico
sueco Johan Johanson en plan tranquilo y relajado.
El epigrama, en su versión original dice así en latín:
Odi et amo. Quare id faciam fortasse requiris.
Nescio, sed fieri sentio et excrucior.
He aquí otras traducciones, hechas por poetas, dos al castellano y una al inglés, del epigrama:
Odio y
amo. Preguntarás, tal vez, por qué lo hago.
No lo sé.
Pero lo siento así, y me torturo. (Luis Antonio de Villena)
La odio y
la quiero. Que cómo lo hago acaso preguntas.
No lo sé;
siento que así pasa, y martirio me da. (Agustín García Calvo).
I hate and
love. Why? You may ask but
it beats
me. I feel it done to me, and ache. (Ezra Pound)
Escribe Albiac: "Las jergas se nutren del lenguaje común. Y lo desplazan a su conveniencia". Y esas jergas penetran en el habla común y corriente, corroyéndola. Uno de esos usos lingüísticos es el llamado discurso de odio, un “aguachirle verbal, cuya solemnidad camufla casi siempre la aplicación en demonizar a quien a uno le es antipático”. Y el problema viene cuando los juristas desplazan ese término de la lengua común, que es “odio” al ámbito del código penal y del delito. Se tipifica así el delito de odio en la jerga jurídica, con el peligro de que alguien pueda llegar a pensar que odiar es delinquir.
El odio, al igual que el amor, “pertenece en su uso común al ámbito de los afectos y pasiones de cuya combinatoria se tejen los comportamientos morales. Que, como tales, no acota el derecho.” Y añade Albiac: La ley tasa actuaciones o inducción a ellas. En modo alguno sentimientos, afectos o desafectos. El artículo 510 cataloga y pena las «discriminaciones» o «violencias» que puedan ejercerse «contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad». Fuera de esa prolija enumeración, el odio carece de entidad penal.
Impecable la conclusión de su artículo: Sólo nos faltaría ya que el Estado regulase qué es lo que podemos o no amar u odiar. ¿Qué humano quedaría entonces exento del presidio?
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