Mostrando entradas con la etiqueta tertulia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta tertulia. Mostrar todas las entradas

sábado, 15 de enero de 2022

De tertulias y tertulianos

    No está muy claro el origen de la palabra tertulia, si fue antes la tertulia o lo fueron los tertulianos. Lo que sí parece claro es que sería el nombre propio de Tertuliano, el Padre de la Iglesia que vivió a caballo entre el siglo II y III de nuestra era, el que,  sin querer, presta su nombre propio a los nombres comunes  tertulia, contertulio y tertuliano, que aparecieron en el siglo XVII y enriquecieron el idioma de Cervantes, y que ahora acaparan los platós televisivos y las emisoras de radio sustituyendo a los antiguos intelectuales. Resulta curioso que la palabra sólo exista en castellano, donde parece que se originó, extendiéndose posteriormente a gallego, catalán y portugués, que la tomaron prestada.

    En castellano tertulia era el nombre de una parte del teatro, concretamente la parte alta del corral de comedias, y tertulianos serían los que se acomodaban en dichos palcos. En el corral de comedias de Almagro, por ejemplo, corresponde al desván, a los aposentos más altos, debajo del tejado, reservados casi siempre a eclesiásticos y críticos literarios alejados del pueblo, por encima de él como correspondía a su elevada condición sociocultural. El público general estaba en el patio casi siempre de pie.

    En las tertulias discutían los clérigos sobre la moralidad de la obra representada y los críticos literarios sobre las infracciones a las reglas de las poéticas renacentistas al uso, por lo que parece que entre el variopinto público que acudía a las representaciones teatrales de Lope de Vega o de Calderón del siglo XVII, además del pueblo llano, los tertulianos, situados cómodamente en la parte superior, serían los entendidos, los modernos 'expertos'. De aquí vendría que, andando el tiempo, se denominaran tertulias a los cenáculos más o menos eruditos que se organizaban en salones privados, casinos o cafés, fuera ya de teatros y corrales de comedias populares.

 Tertuliano, representación del siglo XVI

    Para san Jerónimo, Tertuliano era la “biblioteca (o la cultura, si se prefiere) universal de su siglo” (cunta saeculi disciplina). Tanto las ciencias, como la gramática, la retórica, la lógica, la medicina, la ética, la historia, la filosofía, la jurisprudencia, la teología encontraban sostén en la figura de este padre de la Iglesia.

    Según la inevitable Güiquipedia, el rey Felipe II en su lucha contra el protestantismo y la herejía sintió auténtica devoción por las obras del autor cristiano Quinto Septimio Tertuliano, considerado como terrible martillo de herejes y acérrimo defensor del cristianismo, por lo que cortesanos y académicos discutirían con el rey sobre sus textos y, supongo yo, sobre la Trinidad, una de las principales aportaciones del Padre de la Iglesia a la dogmática cristiana; de ahí que tertulia sería sinónimo también de discusión.

    Lo más curioso de todo es que al final de su vida, el propio Tertuliano, según Antonio Piñero, gran conocedor de la historia del cristianismo, “abandonó la Iglesia católica y se pasó a la secta montanista, que no tenía en su época jerarquía, sino que era gobernada por el Espíritu; una secta que era asamblearia, y ante todo pobre, en extremo ascética, y tendiente a aproximarse en lo posible al mensaje primitivo de Jesús”. 
 
    Pero a esas alturas Tertuliano había influido decisivamente ya en la Iglesia impregnándola de juridicismo y de términos procedentes del derecho como “ley, norma, decreto prescripción, cumplimiento o incumplimiento, disciplina, mérito, formalidad, condena, pena, regla, así como orden, canon, jurisdicción, constitución, tribunal y un larguísimo etcétera”. Esta influencia explicaría que para la Iglesia hayan primado más los argumentos jurídicos que los filosóficos a la hora de abordar los grandes problemas del ser humano.

    Al prestigio del nombre de Tertuliano debió de contribuir también, como señala Corominas, la reinterpretación, etimológicamente falsa, de su nombre propio como derivado de un supuesto adjetivo latino *tertullius –a -um que nunca existió en latín, pero que algunos se empeñaron en darle carta de naturaleza y darle incluso una traducción a todas luces falsa, como veremos enseguida. El error vendría de un texto de De la ciudad de Dios, donde Agustín de Hipona, san Agustín, refiriéndose a su admirado Marco Tulio Cicerón, lo definía como “philosophaster Tullius”, sin que la palabra “philosophaster” tuviera todavía el matiz despectivo que adquiriría después su derivado filosofastro: la expresión significaría “el aficionado a la filosofía Tulio”.


    Pero los editores, más que los lectores, de san Agustín, no comprendiendo como podía referirse el santo a su reverenciado, aunque pagano, Cicerón, como “filosofastro”, con la carga de injuria poco piadosa y despectiva que adquirieron pronto los sustantivos acabados en –astro como medicastro, musicastro, poetastro, politicastro cuando se aplicaban a una profesión, corrigieron el texto del manuscrito sustituyendo la expresión original “philosophaster Tullius” por “philosophus tertullius”, como aparecía ya en algunos códices por error, y traduciéndola por “filósofo grande, bueno, excelso”, lo que no está acreditado ni documentado en latín en absoluto. Buscándole una etimología a este singular adjetivo se les ocurría a algunos que podría ser: ter–Tullius, es decir 'tres veces Tulio', o, lo que es lo mismo, 'tres-veces-Cicerón'. Un philosophus tertullius sería, por lo tanto, un reconocido o muy reputado o bien considerado filósofo. De ahí que si le añadiéramos el sufijo -anus, obtendríamos Ter-tulli-anus, el nombre propio del revernedo Padre de la Iglesia que acabó abdicando de ella, como queda apuntado. 
 
    De ahí nos ha venido, ni más ni menos, la plaga inmunda de tertulianos que padecemos ahora, también llamados expertos e incluso periodistas científicos, por no hablar de los sedicentes fact-checkers o verificadores de hechos dedicados a la ingente tarea de demostrar que la realidad, falsa como es cuando pretende ser verdad, es sin embargo verdadera, todos con grandes conflictos de intereses, es decir, a sueldo de los medios de formación de masas que preteden entretener al público con sus monsergas mientras le llega la hora de la muerte, y que acaparan impunemente los platós de televisión y las emisoras de radio, y se dedican a propagar sus opiniones personales, a ver quién lanza más gordas sus auténticas flatulencias hediondas, a troche y moche.
 
    No hace falta dar nombres propios. Están en la mente de todos esos opinadores profesionales que tienen sus opiniones, y que al expresarlas sin ninguna contención demuestran que lo que les falta es el sentido de la razón común. A todos ellos habría que recordarles aquellas palabras de uno de los Proverbios y Cantares de don Antonio Machado: ¿Tu verdad? No, la verdad; /  y ven conmgio a buscarla; /  la tuya, guárdatela.