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domingo, 23 de abril de 2023

¿Va todo bien?

    Todo irá bien, nos aseguraban. Y a continuación nos endilgaban la consigna gubernamental del confinamiento: ¡Quédate en casa! ¡Salva vidas! ¡Sigue a la Ciencia! Pero aunque ahora quieran pasar página apresuradamente, hay que decir que no ha ido todo bien, sino al contrario: todo ha ido mal, francamente mal. Y va de mal hacia peor.
 
 
    La pandemia ha dejado una huella indeleble en todos, pero especialmente en las nuevas generaciones y en los ancianos que no se llevó por delante con las medidas de confinamiento y distancia social que se implantaron para enloquecernos, porque de lo que se trataba era de dinamitar nuestra salud mental volviéndonos psicóticos. Pero la verdadera pandemia empieza ahora de verdad. 
 
    Nuestras vidas han cambiado. El confinamiento -eufemismo que disimulaba lo que era el vulgar encierro de un arresto domiciliario en toda regla- modeló nuestro comportamiento en una medida mucho mayor de lo que nos gustaría. 
 
    Muchos se vieron obligados a trabajar desde casa, y aunque en principio la cosa parecía tener sus ventajas, pronto se dieron cuenta de que habían metido al enemigo -el trabajo- en el hogar. En seguida descubrieron que no podían compaginar el laburo con su vida privada y sus ocios. No tenían un horario fijo y a veces acababan currando a altas horas de la madrugada. 
 
    A lo cual se añadía el problema de que la gente no podía relacionarse con sus compañeros de trabajo, cosa que al principio a algunos les parecía ventajosa, pero pronto se vio que era una condena a la soledad que arruinaba la vida social. 
 
    La gente empezó a desconfiar de los demás. No es que antes confiaran mucho en sus semejantes, pero ahora desconfiaban sistemáticamente de todo hijo de vecino. Un simple e inocente estornudo síntoma de un resfriado común y corriente se interpretaba como si hubiera explotado una bomba atómica. 
 
 
    La restricción social y el distanciamiento tuvo en algunos un impacto inicial positivo en su estado de ánimo, por lo novedoso de la situación que parecía invitarnos a la introspección y al recogimiento, pero la alternancia de períodos de reclusión con sus toques de queda militares, cuarentenas y salvoconductos para viajar y entrar en los restaurantes y demás lugares de alterne si no nos habíamos inoculado, y los períodos de libre circulación desestabiliza el equilibro mental de cualquiera.
 
    Algunos, hacia el final del segundo confinamiento, comenzaron a padecer episodios depresivos.  Muchos adolescentes, enmascarados en sus centros de estudios, declaraban en sus redes sociales cosas terribles como: “Siento ansiedad, soledad, cansancio constante, angustia, pesimismo, un nudo en el estómago...Todos vamos a morir. 
 
    La pandemia que declaró la OMS ha tenido un impacto dramático en la salud mental de toda la población, afectando particularmente a niños, adolescentes y ancianos. A nivel mundial, pero también en el Reino de España hubo un aumento de la violencia doméstica y los problemas de convivencia.
 
    Aumentaron todos los comportamientos adictivos, destacando la adicción a Internet, que lograba imponerse como medida higiénica -el mundo real era peligroso porque circulaba un virus letal-, y se generó la actual adicción a las series televisivas, que lograban imponerse y provocar empachos y atracones. 
 
 
 
    Lo falso -un virus letal en la realidad- se volvía verdadero y lo verdadero -el virus letal de todas las pantallas- se volvía falso, y nos aferrábamos al móvil como a un clavo ardiendo para asomarnos al mundo exterior y comunicar con los demás. 
 
    La depresión, la ansiedad, el estrés, la fatiga, los trastornos del sueño y de la alimentación también registraron un considerable aumento. Los niños soportaron una pesada carga al perder su rutina diaria y su socialización, pero los ancianos también sufrieron un duro golpe. Los pacientes con demencia en particular mostraron un deterioro considerable debido a su aislamiento de la sociedad. 
 
    Sin embargo, los efectos en la salud mental no se limitaron a los dos años pandémicos, ya que, después de la pandemia, han venido otros desafíos: la crisis energética, la guerra de Ucrania, la crisis climática, y la siempre presente crisis económica que se traduce en la subida del IPC.
 
    Ha surgido, además, la repentinitis, como se ha dado en llamar al incremento de muertes súbitas de gente saludable que no llega a los hospitales y que las autoridades sanitarias se niegan a investigar, o cuando se les piden explicaciones, responden incoherencias tratando de normalizar lo escandalosamente anormal. O callan como putas o dicen que se deben al cambio climático, al tabaco o al alcohol y las drogas, o a la pertinaz sequía que atravesamos ahora fruto del cambio climático producido por las olas y oleadas virales, o por las siestas prolongadas, que, cosa desconocida hasta ahora, producen ictus e infartos de miocardio... 
 
 

    Los trastornos mentales comunes como la depresión, las fobias, los ataques de pánico, las crisis de ansiedad y del sueño han aumentado con la pandemia y siguen causando estragos en la post-pandemia decretada por las autoridades sanitarias que se apresuran en pasar página y "a otra cosa, mariposa".
 
    No hace falta ser ningún lince para diagnosticarnos a todos estrés postraumático, y una nueva pandemia no declarada por la OMS, pero sí inducida, de falta de estabilidad mental, debida a las secuelas de las medidas sanitarias de choque implementadas por los protocolos sanitarios, que no saludables: proceso traumático que nos deja el encierro, la incertidumbre, la ansiedad y el miedo paranoico a los demás. 
 
    Como dice un amigo: El nuevo mundo post-pandémico ha alterado la realidad hasta límites insospechados sumergiéndonos en catástrofes, desastres, colapsos y constantes crisis que configuran la virtualidad del espectáculo.