Decía el novelista
Carlos Ruiz Zafón (1964-2020) que no hay lenguas muertas sino cerebros
aletargados. Lo decía en defensa del latín y del griego, lenguas a
las que a menudo se tacha despectivamente de “muertas” porque no
se hablan. Hay que desmentir esto último: el griego no es una lengua
muerta, se sigue hablando y escribiendo conservando incluso su
alfabeto, que es la madre del nuestro, hoy en día en el marco de la
Unión Europea. Es cierto que es una lengua minoritaria que sólo se
habla en Grecia y en Chipre como tal, pero que, viva como sigue,
subyace todavía en todas las lenguas europeas, que contienen un
amplísimo sustrato helénico clásico, por lo que todos los habitantes del continente
hablamos sin querer ni ser conscientes de ello la mayoría de las veces la lengua de Homero y
de los dioses. Conviene tenerlo en cuenta.
En
cuanto al latín, hay que matizar. Cierto es que no sobrevive como tal lengua, sino reencarnada en las
llamadas romances o neolatinas, castellano, catalán, gallego,
francés, italiano, rumano, portugués etcétera, sin contar con el
numeroso léxico latino presente en el inglés actual que es la
lengua del Imperio, por lo que tampoco se puede decir sensu stricto
que sea una lengua muerta, ya que seguimos hablando latín de alguna
forma, latín macarrónico y mal hablao, si se quiere, pero latín al fin y a la
postre, en la Unión Europea y allende ella. Conviene recordarlo.

Wilfried Stroh
escribió un libro muy ameno llamado "El latín ha muerto. ¡Viva el
latín!" (2013) en el que se presenta esta cuestión como una paradoja. Y es que a
partir de la época del principado se produce un desdoblamiento. Por un
lado, el latín clásico, el de la escuela, sería una lengua muerta desde
el siglo I, ya que representa una foto fija, una imagen congelada de una
lengua ideal tal y como se escribía en un momento concreto que se
consideró su época dorada. Durante dos mil años volveremos una y otra
vez a ese modelo de lengua perfecta, pero sin permitirle evolucionar...
una lengua muerta. Por otro lado, el verdadero latín sigue su camino,
se fragmenta y evoluciona hasta llegar a las lenguas romances actuales e
incluso a impregnar a otras lenguas modernas. Así tenemos un latín
normativo, "fosilizado" que es una lengua muerta, y un latín que
evoluciona y se multiplica, muy vivo y actual, por lo que este muerto está muy vivo, como suele decirse, vivito y coleando.
Lo que dice Stroh es muy cierto, pero la paradoja
que señala se reduce a otra mucho más elemental: la de lengua
escrita/lengua hablada: por un lado el latín escrito de la "aurea aetas"
se convierte en un modelo literario, y, por lo tanto, en una lengua enterrada en la escritura, mientras que por otro el latín sigue de viva voz hasta nuestros días su evolución.
Volviendo a la frase
de Ruiz Zafón, me gusta la expresión de “cerebros aletargados”,
que recuerda al título de la novela de Gogol “Almas muertas”,
por la alusión que conlleva la palabra “letargo”, que nos
remite al río Leteo que atravesaba el Hades o reino de los muertos y
desembocaba en la laguna estigia, cuyas aguas tenían la mágica virtud de hacer que todo aquel que bebiera de ellas perdiera
totalmente la memoria, sumiéndose en el olvido definitivo del mundo
y de sí mismo.
Las aguas del Leteo, T. B. Kennington 1890
La palabra letargo, en
efecto, nos ha llegado a través del latín lethargus procedente de
la griega λήθαργος (lḗthargos). Λήθη
(Lḗthe), Olvido
en griego, era hija de Éride, la Discordia. Personifica el
olvido, tanto de lo bueno como de lo malo, pero también la ingratitud y
el desagradecimiento, si tenemos en cuenta que esto último es a menudo
consecuencia de lo primero. De la Fuente del Olvido, situada en los
Infiernos, manaba el río de cuyas tranquilas linfas bebían las almas de
los muertos la amnesia de su existencia terrenal. Enseguida se
convirtió en una alegoría, y se hermanó con los gemelos Hipno y
Tánato, el sueño y la muerte. No deberíamos olvidarlo.