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miércoles, 28 de junio de 2023

"No se sacrifican"

    “Los jóvenes de hoy día… no se sacrifican”. Oí sin querer que le decía por la calle una señora a otra con un amargo reproche. Yo hubiera querido meterme en su conversación y razonarle a la señora: “No estoy yo tan seguro de eso, señora mía. Sí que se sacrifican, creo yo, y probablemente más que nunca." Pero ¿qué entendemos por sacrificarse? Ah, ese es probablemente el quid de la cuestión. 

    Sacrificarse significa matarse y, por lo tanto, morir por algo o por alguien. "Sacrificar(se)" quiere decir "hacer(se) sagrado". Bien lo sabemos todos cuando decimos cosas como que hubo que “sacrificar”  al perro para dar a entender, por ejemplo, que hubo que matarlo para que no sufriera. El sacrificio es la consagración de la muerte como dadora de sentido a la vida: uno decide dar un significado a su existencia y se inmola. Su vida, que, si podía preciarse de algo, era precisamente de no tener ningún sentido, resulta así revalorizada, redimida.


    Así que, sí que se sacrifican, señora mía, quizá no por las mismas cosas por las que se sacrificó usted en su mocedad, pero sí por otras, como, por ejemplo, por un cuerpo de gimnasio, es decir, digno de exhibirse semidesnudo en verano en una playa, o por unas calificaciones sobresalientes, o por cualquier otra cosa. Los tiempos cambian que es una barbaridad, como decía el otro, pero no la naturaleza humana, que siempre ha gustado de sacrificios en aras del futuro, o sea, de la muerte.

    Sólo hace falta verlos cómo sudan la gota gorda levantando pesas, nadando infatigablemente en la piscina, pedaleando en la bicicleta estática o corriendo -haciendo 'running', dicen ellos- en la cinta de correr, entrenando en cualquier deporte o educación física que llaman ahora o culturismo, hipérbole de la cultura. 
 
 
    Sólo hace falta verlos cómo empollan sin ningún sentido crítico los apuntes que les endilgan en la facultad o el instituto y que les obligan a asimilar para, como se decía en sus tiempos, señora mía, “ser algo o alguien el día de mañana”, día que como algunos sospechamos no llega nunca porque no existe o, mejor dicho, porque sólo existe hoy en la mención que hacemos de él.

    "No fuera malo, señora mía, que no se sacrificaran. No sería malo porque eso significaría que estaban un poco más vivos de lo que están."
 

sábado, 20 de mayo de 2023

De iuventute (¿Cuándo perdemos la juventud?)

Perdemos la juventud, ese divino tesoro que cantó Rubén y encarna la diosa Hebe, no cuando cumplimos años, sino el día que empezamos a valorar el dinero, confundiendo como el necio de Machado valor y precio, y a admitir que todo se compra y todo se vende, incluidos nosotros, las personas, que nos vendemos y nos compramos y prostituimos, en definitiva, al mejor postor, bien baratos, mal que nos pese, por unos billetes de papel de banco so pretexto de ganarnos la vida, cuando en realidad la estamos perdiendo igual que el divino tesoro del poeta.

Perdemos la juventud el día que aceptamos que la realidad es todo lo que hay y nada más que lo que hay, que siempre ha sido así y que nunca podrá hacerse nada para cambiar las cosas y que dejen de ser como son.
 
Perdemos la juventud el día que dejamos de estar enamorados, que es el día en que declaramos solemne- y paradójicamente nuestro amor a otra persona, matando así el amor que sentíamos por ella, y decidimos casarnos con ella sepultando nuestros sentimientos en la tumba del matrimonio.

Diosa Hebe, hija de Zeus y Hera, que sirve el néctar y danza con las Musas y las Horas al son de la lira de Apolo.

Perdemos la juventud el día que dejamos de soñar quimeras y utopías, y despertamos nuestro sentido práctico, entrando por el aro y aceptando las reglas del juego que nos impone la sociedad establecida.
 
Perdemos la juventud el día que aceptamos que el ganador es el mejor por el simple hecho de que ha ganado, convertimos el éxito y el triunfo en monedas de cambio, y ya no somos capaces de defender una causa perdida.
    
Perdemos la juventud el día que sólo vemos lo que se ve y no nos damos cuenta de que para ver las cosas hay que cerrar a menudo los ojos y olvidarse de las ideas previas que tenemos, que distorsionan la realidad.

Perdemos la juventud el día que nos miramos al espejo y no vemos las arrugas del alma, y no se nos cae la cara de vergüenza porque hemos perdido por el camino la vergüenza. Ese día nos asalta el recuerdo de aquellos versos de la canción de otoño en primavera del poeta nicaragüense: Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro... / y a veces lloro sin querer...