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miércoles, 9 de noviembre de 2022

¿Somos todos 'derrochólicos'?

    Menudo palabro que se han sacado de la manga los del gobierno de las Españas: derrochólicos. Dice la nueva campaña del Ministerio de Transición -¡cómo les gusta el prefijo trans, que les vuelve locos!- Ecológica y Reto Demográfico que todos somos derrochólicos, y que de eso también se sale, porque todos derrochamos energía sin darnos cuenta, empezando, claro, por el presidente del Gobierno que utiliza el Falcon del Reino de España asociado a la Unión Europea casi cada dos días para sus altos vuelos, así que después del examen de conciencia y del reconocimiento de haber pecado hay que hacer propósito de enmienda y cambiar, que es la penitencia. 
 
 
    El vídeo comienza simulando una sesión terapéutica de alcohólicos anónimos, lo que no deja de ser una falta de respeto a los grupos de terapias curativas del alcoholismo. Y ya se ve cómo han pergeñado el palabro: en vez de llamarnos derrochadores o derrochones directamente, le han añadido a la raíz del verbo derrochar, la terminación -ólicos de alcohólicos, porque quieren sugerir que estamos enganchados al alcohol, que era antes que el espíritu del vino el nombre del antimonio en árabe, cuyo finísimo polvo empleaban las mujeres en Oriente para ennegrecerse los ojos.
 
    Pero ni siquiera han inventado ellos el palabro, sino que basándose en los préstamos anglosajones acabados en -holic, que es abreviación de alcoholic, tales como sugarholic, adicto al azúcar, foodoholic, adicto a la comida(!), documentados ambos en 1965, workaholic adicto al trabajo, que es la peor adicción que hay, atestiguado en la lengua del Imperio desde 1968, y hasta el más moderno shopoholic, adicto a las compras, fabrican ahora los del Ministerio de la Transición derrochólico, adicto al derroche.
 
     
 
    Y el vídeo es una simulación de una sesión de alcohólicos anónimos, inculpando a la gente, porque se trata de individualizar y personalizar la culpa, donde cada cual cuenta su caso: Uno se acusa de poner la calefacción a tope y luego andar en paños menores por toda la casa. Otra dice que va a comprar el pan en coche y que apura las marchas del utilitario que la utiliza a ella, y reconoce que lo siente. Los demás aplauden su confesión tan valiente y sincera. Otro, que no puede ver más de dos platos sucios, en lugar de fregarlos, se acusa de poner enseguida el lavavajillas a funcionar. Pero el más conmovedor es el que sabe que hizo mal porque votó en contra de lo políticamente correcto de la religión climática que aconseja poner placas solares en la comunidad de vecinos, lo que resulta un tanto sangrante si esa decisión se compara con el bolinguismo.
 
    Entonemos el confieso que he pecado. Y hagamos propósito de enmienda individual porque de esto también se sale. Se trata de ser un buen ciudadano, un ciudadano verde, no un derrochólico. Por cierto, hay un test para que los ciudadanos podamos descubrir nuestro grado de derrocholismo. ¿Por qué no habrá un test, me pregunto yo, para el Estado, que es esencialmente derrochador, que derrocha a manos llenas el dinero público en campañas absurdas y delirantes como esta misma, en innecesarias vacunas que no son vacunas sino bombas tóxicas que perjudican la salud de los ciudadanos, en gastos innecesarios y superfluos que van en detrimento de la atención primaria, y sobre todo en armamento para enviarlo a Ucrania y para defender la paz a pistoletazo limpio y cañonazos? No, la estrategia del Estado es culpabilizar por un lado a otro Jefe de Estado, a Putin y, por otro y no menos importante, al ciudadano, y para eso sacan el eslogan de que todos (y cada uno, llamémonos Pablo, Ana, Jesús, Sergio o como queramos) somos derrochólicos, pese a que muchos no pueden ni siquiera permitírselo.