Cuando uno elige entre los términos de una alternativa que se le plantea, está, aunque no quiera, sometiéndose a los términos que le formula dicha alternativa, y está también subordinándose a quien se la plantea: los que mandan pueden preguntar lo que quieran, y el deber de los mandados es responder a lo que se les pregunta, por más que, por otra parte, los que mandan sean los más mandados en este mundo tan globalizado.
Si la dictadura es el régimen político que prohíbe las elecciones porque cambiarían el orden de las cosas, la democracia es el régimen que impone las elecciones para que no cambie el orden de las cosas. Como dicen que dijo Emma Goldman, "si votar sirviera para algo, lo harían ilegal".
Supongamos que se consulta mediante un referéndum
al electorado o a la ciudadanía, como dicen ahora, si prefiere un estado monárquico o republicano. Cualquier respuesta que se dé a esa cuestión, que es una pregunta
cerrada en el espacio que abre y que incluye ya las respuestas correspondientes,
resulta en el fondo indiferente y poco menos que trivial, porque lo que se
pretende con la disyunción antes que elegir una u otra forma de estado es mantener el
sistema vigente que padecemos, el establishment o establecimiento, cuya existencia misma no se cuestiona, sino que,
antes bien, se fortalece con la consulta por una parte y con la elección, por
otra, que hagamos al decantarnos hacia una u otra respuesta. Da igual lo que votemos, porque lo que estamos proclamando al participar en ese plebiscito es que
“queremos un estado”, refrendando así, nunca mejor dicho, que haya Estado, que es lo que hay.
Una vez elegida
mayoritariamente la forma de estado, se acabará imponiendo la decisión de esa
mayoría a la totalidad, y eso se hará pasar torticera- y democráticamente,
dirán, confundiendo el demos con el kratos, el pueblo con el gobierno- por
la expresión de la voluntad popular, como si el pueblo quisiera a toda costa
ser gobernado, dirigido, regido, reglamentado. La única respuesta, sin embargo, de la voluntad auténticamente
popular sería denunciar la mentira de la trampa de la pregunta y declarar que
el sentir del pueblo no tiene por qué ser estabulado bajo ninguna forma de
estado ni de patria.
Portada de Mortadelo y Filemón, F. Ibáñez
Lo mismo sucede al elegir entre unos u otros candidatos de uno u otro partido político, que en el fondo, sean del signo que sean, resultan indiferentes todos, porque todos tienen la misma pretensión de alcanzar el poder y de gobernarnos. Nosotros, además, no hemos participado en la propuesta que se nos hace, simplemente nos limitamos a contestar si preferimos cocacola o pepsicola, sometiéndonos a esa disyunción y descartando, por lo tanto, un sinfín de posibilidades alternativas, desde no desear ninguno de esos dos refrescos gaseosos y azucarados norteamericanos, a preferir, por ejemplo, otras muy saludables y refrescantes alternativas, como una zarzaparrilla con sifón.
En conclusión, gozamos de libertad de elección, el famoso derecho a decidir, sí, cuando nuestra elección no puede perturbar lo más mínimo de ningún modo por lo baladí que es el funcionamiento del sistema. No nos engañemos con la engañifa de los comicios, con la falsa dicotomía de izquierda/derecha porque ahí radica la falacia de la democracia.